miércoles, 17 de febrero de 2010

Capítulo I


Era una sala oscura. Constaba de un recibidor de madera y encima de éste estaba situada una lámpara que evocaba una luz amarillenta, las escaleras que daban a las habitaciones estaban fijadas al lado derecho del fondo y las paredes estaban cubiertas de estampados floridos aunque magullados.
Una mujer de mediana edad con canas, rechoncha y de carácter odioso, estaba sentada en la silla que daba al escritorio. Leía una revista con tedio.

El estrépito de la lluvia y rayos hacía que la mujer se alegrara; si llueve, más parejas desamparadas necesitarían cobijo y buscarían un motel cercano, se decía la recepcionista con una mueca de felicidad.
Pero un ruido provocado por el rechinido de la puerta la despertó de su pensamiento. Un nuevo cliente había llegado.
Parecía un hombre alto y delgaducho. No se le distinguía ni su cuerpo ni su rostro, puesto que tenía un gran abrigo negro y unos pantalones oscuros cubriéndolo entero. El hombre llevaba una maleta de ruedas en la mano y éste se dirigía hacia la mujer.
-¿Qué desea?- preguntó con un tono amargo pero a la vez interesado en su voz.
Conforme se acercaba el hombre, ella pudo observar que se trataba de un joven de unos dieciocho años. Sus ojos estaban cubiertos por unas gafas, pero captaba unos labios gruesos y una nariz aguileña en él.
-Soy Leonardo Muriel. Reservé una habitación aquí, en La Sonorísima. Mírelo en el ordenador- Leonardo parecía mostrarse seguro de sí mismo. Su voz era penetrante y grave. Una voz que a cualquier mujer le quitaría el aliento, pero no a ella. Las últimas palabras las pronunció mientras se quitaba la capucha del chaquetón y dejaba al descubierto un cabello rubio que le llegaba por la mandíbula.
La recepcionista buscó en el ordenador el nombre de ese chaval y lo encontró.
-Usted pidió la reserva el veinte de enero para el veinticinco de julio. ¿A qué viene tanta antelación? Me había extrañado que obtuviera una reserva. Hace tiempo que nada más que la gente venía de paso.-Mientras hablaba, la mujer se puso las gafas y lo miró mejor.-Deme el carnet de identidad y quítese las gafas, por favor.
El joven asintió y de un bolsillo de su chaquetón perlado por la lluvia sacó una cartera. Abrió ésta y extrajo el carnet de identidad. Se lo entregó, acto seguido se quitó las gafas. La recepcionista pudo ver que los tenía color café con leche. Pero en su mirada atisbaba compasión y dulzura. Algo que no se veía muy a menudo en las personas de su edad.
Mientras ésta lo observaba con más detenimiento y apuntaba sus datos en la libreta Leonardo le respondió a la pregunta que dijo ésta hace unos segundos:
- Me gusta viajar. Hago reservas pronto para poder preparar mis excursiones e informarme de la zona a la que voy. –Como si nada, como si ellos dos se conocieran desde hace bastante, el chaval se mostró sincero ante la mujer.
- Vale – especuló ésta con voz apena. Movió la silla hacia atrás y de una especie de tablón donde contenía las llaves de las habitaciones cogió la que en ese año no se había usado puesto que estaba reservada, por él.-Aquí tiene. Sube las escaleras y se encontrará con un pasillo. La habitación que se encuentra al fondo es la suya.-Le entregó las llaves con ademán despreocupado y, otra vez, la mujer se sumió en el cotilleo de la revista.
- Al menos, deme su nombre. Voy a estar un buen tiempo aquí.- Le interrumpió Leonardo, que se acomodó en el poyete y al dirigir la vista la mujer hacia él, ella pudo ver una chispa interesante en sus ojos marrones.
- Matilde, hijo mío. Matilde- como si no hubiera hecho Leonardo la pregunta, Matilde se relajó en la silla de cuero y de nuevo leyó su revista.
- Adiós- dijo el muchacho, pero Matilde no le escuchaba ya.

Leonardo comenzaba a subir las escaleras de madera que crujían por su peso y el de la maleta que llevaba. Llegó al pasillo y avistó su habitación.
- La veinte- suspiró.
Con pasos pronunciados Leonardo llegó a su cuarto, la habitación veinte. Dejó su maleta aparcada en la pared estampada, y con la llave, abrió la puerta.
Cogió la maleta de nuevo y penetró en el cuarto. La habitación era vieja, muy vieja. Lo primero que miró fue el color de las paredes. Eran blancas y las grietas las surcaban como ríos, dejando que éstas tuvieran un matiz más antiguo. Distinguió que era un loft.
Nada más entrar, se encontró con la cocina. Era un cuadrado que se encontraba a la izquierda de la puerta. Constaba de una mini-nevera, una encimera, al lado se situaba el fregadero y arriba estaba colocada una pequeña estantería fijada a la pared, con una cubertería barata.
El armario de madera seguía a la cocina, y que lindaba con una cama individual de sábanas blancas; un plumero marrón oscuro se posaba encima de ésta. Un ventanal se hallaba en el lugar de la pared, en frente de él y las vistas de la costa de Cádiz le llenaban de ilusión y alegría.
La verdad es que merecía la pena ir allí. Su viejo panda no estaba en condiciones de recorrer un trayecto tan largo y lo tuvo que dejar a medio camino sacando su bicicleta y recorriendo lo que quedaba de trayecto.
Fue hacia la cama y colocó bruscamente la maleta encima de ella. La abrió y empezó a sacar sus pertenencias. La ropa la colocó en el armario. Las camisetas en una repisa, los pantalones en otra, y las camisas en el perchero.
Al sacar el móvil, el ordenador portátil y todos esos aparatos electrónicos, Leonardo encontró un pequeñísimo baúl. Su baúl. Bueno, el de su madre.
Recordó que su progenitor le comentó un día que el baúl era como el corazón de su madre, allí tenía guardados todos sus recuerdos a pesar de su miniatura.
Ella perdió “su corazón” el veinte de enero de mil novecientos noventa y ocho, el día de su nacimiento. Ella era una adolescente de dieciséis años, murió justamente después de dar a luz puesto que tenía una corta edad y eso le jugó una mala pasada. La familia de la muchacha no quiso ni ver al bebé. Según ellos, ese “engendro mató a su pequeña”. El padre de Leonardo, Cristian, se tuvo que quedar con él. Un joven de veinte años con un recién nacido.
Los primeros años dejó los estudios para encargarse del pequeño. Pero conforme iba creciendo, el padre comenzaba a estudiar, a vivir la vida; y a vivir la noche también. Diríase que el niño se independizó con una temprana edad. Los estudios los tuvo que sacar él solo y su padre, de vez en cuando, jugaba con él a cosas que a Leonardo no le interesaba. El chico prefería estar explorando en vez de jugar al fútbol. Pero a su padre le gustaba, y él no iba a decepcionarle, nunca.
Cristian cayó enfermo y antes de estar en lecho de muerte le confió a su hijo el pequeño corazón de su juvenil madre que le regaló él. Un baúl que nunca se había abierto; pequeño y de madera oscura. Lo había guardado hasta que Leonardo cumplió los dieciocho, y justamente falleció. Leonardo heredó todas las pertenencias de su padre y al tener mayoría de edad, hizo una vida independiente.
Mientras recordaba esa infancia tan triste, Leonardo se sentó en la cama. Acariciando la gorra se acordó de que tenía una foto de sus jóvenes padres. La sacó de la maleta y la vio. Visualizó a su padre, rudo y fuerte. Y a su madre, ágil y delgada. Los dos con tonos acaramelados en sus ojos; y los dos con una camiseta negra. La madre de Leonardo, Susana, era una mujer tremendamente hermosa. Un cabello rubio le caía por los hombros y su nívea piel resaltaba aún más sus ojos color café. El cuerpo menudo de ella se acomodaba bien a su ropa y los vaqueros le hacían más alta de lo que en realidad era. El padre de Leonardo siempre le dijo que se parecía mucho a él, pero Leonardo no le creía. Su madre era una belleza, y él, un tumor que la mató.
Su padre; en la foto, tenía unas gafas y, en los ojos de éste, se percibía una dulzura que no cabía ni en un corazón. Su mirada era penetrante y hacía que las muchachas suspiraran. Sus fuertes brazos agarraban a Susana por la cintura y una tímida sonrisa se asomaba por sus labios. Leonardo sonrió. Su padre era todo un intelectual, algo que a mi madre le encantaba.
Terminó de colocar las cosas en su sitio. Caminó hacia el gran ventanal y aunque los rayos centellearan, el paisaje seguía siendo hermoso. El mar, con toques verdosos aunque se distinguiera la arena debido a su transparencia, hacía que Leonardo quisiera bajar y darse un baño con la luz de la luna y los rayos. Esa idea le hizo pensar. Lo haría, se daría un baño. Pero cuando parara ese mal tiempo. Esperó unas cuantas horas, y al ver que los rayos se escondían cogió una toalla y el bañador. Se dirigió al cuarto de baño, que afortunadamente estaba cerrado y se situaba en el lado derecho de la casa. Abrió la puerta y salió; la cerró con llave y se fue.
Al tocar la arena pudo añorar esos recuerdos junto al agua de Valencia. Olió el suave frescor de la playa.
Comenzó a correr, tirando la toalla y descalzándose. Al llegar a la orilla se tiró de cabeza y, afortunadamente, no se golpeó con ninguna roca. Leonardo era muy impulsivo y no se daba cuenta de sus actos. Comenzó a nadar, a nadar y a nadar. Eso le reconfortaba, le tranquilizaba.
Pero conforme nadaba recordaba los instantes vividos con su padre. Su corazón se tensó y tocó su pecho; la pólvora del amor había traspasado su corazón hasta quedarse incrustado en él, dejando al pobre dolorido y confuso.
Tras pasar un tiempo conteniendo la respiración dentro del agua a la vez que pensaba en su entristecido pasado vislumbró una figura en la orilla. Distinguió que era una mujer con un vestido blanco. A causa del viento, su prenda se movía con mucha intensidad a la vez que el pelo de ésta, color azabache. Leonardo vio la cara de la mujer. Era una muchacha, y miraba con unos ojos dorados hacia el horizonte. Éste, cautivado por esa belleza sobrenatural, nadó hasta su encuentro. Llegó a la orilla y contempló mejor su figura. Sintió ganas de tocarla, besarla. La chiquilla dirigió sus ojos hasta los del joven. Tenía una mirada melancólica pero apasionada. Hipnotizó a Leonardo con su rostro pálido y menudo. Sus labios rosados lo obsesionaron; y éste, al llegar hasta ella, la cogió por la cintura y la miró a los ojos. La muchacha los cerró y una suave caricia recorrió los labios de Leonardo. Sintió su fragancia, un olor a violetas. Él le respondió con otro beso, más apasionado, y los labios de ambos comenzaron a moverse al unísono.
¿Quién eres?-preguntó cuándo se separaron sus labios; todavía acalorado por el beso.
Soy, soy, soy-repetía la joven. Leonardo distinguió que su voz se repetía como eco.
- Amor. Por favor; al menos, dime tu nombre- le cogió el rostro con sus grandes manos y la obligó a que su triste mirada se clavara en él.
Tienes unos ojos…familiares… -razonó la chiquilla con una sonrisa en sus labios.- ¿Eres tú? ¿Eres la persona a la que he amado toda mi vida?-preguntaba la joven. Su voz parecía albergar esperanzas, aunque sonara en eco.
- No sé. Pero sé que me he enamorado de ti. No sé cómo, ni porqué, pero así es- Leonardo la miraba tiernamente. Nunca se había enamorado de nadie, y un simple flechazo había hecho que sintiera esa sensación.
La mujer ahora lo miraba con una chispa de ilusión.
- Ten, es mi dirección, escríbeme cartas, es de la única manera de comunicarnos.-La muchacha sacó de la nada una tarjeta con unas frases.-Adiós, me tengo que ir.-y con un suave suspiro añadió- Rafael.
Leonardo se quedó atónito al recibir la tarjeta. Y justamente al pestañear; cuando iba a decirle que se llamaba Leonardo, se fue. Pero una aureola blanca con olor a violetas dejó allí, en la playa. ¿Por qué lo había llamado Rafael? Se preguntó. Pero no le daba tanta importancia como saber que en su corazón habitaba alguien, y ese alguien era la muchacha de ojos dorados.
Todavía estaba aturdido, pero después de quedarse tumbado en la arena observando fijamente a las estrellas y pensando en ELLA, recogió sus cosas y se marchó al motel.
Al llegar a su habitación y echarse en su cama, intentó dormir, pero encima de que la cama era incómoda todavía seguía obsesionado con esos ojos dorados.
-Si al menos supiera su nombre…-musitó en un hilo de voz.
Por suerte, el recuerdo de la mirada de la joven consiguió que Leonardo cayera en un sueño profundo.

En el sueño, Leonardo se encontraba sentado en un banco. En algún parque de algún lugar remoto. Estaba echándoles pan a las palomas cuando una de ellas comenzó a…transformarse. Leonardo mostraba una compostura calculadora, fría al ver que la paloma se convertía en una muchacha de pelo oscuro y ojos dorados.
-Rafael-suspiró ella. Y de pronto, Leonardo notó que no estaba en su cuerpo. Percibió que sus manos eran más largas y finas, al tocarse la cabeza, Leonardo descubrió que su cabellera abundante se había transformado en un pelo demasiado corto y lleno de tirabuzones. Se asustó, pues también atisbó que su carácter no era el que él solía tener. Era diferente. Era otro.
-Rafael-volvió a hablar la mujer, pero ahora con un tono de súplica.
De repente, Leonardo vio que su mano se movía sin que su cerebro lo ordenara.
Se dio cuenta de que él era un pensamiento en el cuerpo de un hombre, no podía moverse ni pensar como uno solo. Los dedos del cuerpo en el que Leonardo habitaba ansiaban tocar los de la chica, que también alzaba su mano hasta su encuentro; pero ni él se podía levantar del banco ni ella podía separar sus pies descalzos del suelo. Los dedos de ambos se intentaron tocar, cada uno con ojos desamparados, doloridos; pero ninguno llegó a alcanzar su propósito. El intento fallido hizo que las manos de ambos cayeran sin darle otra oportunidad. Leonardo apreció que el cuerpo en el que él se encontraba dirigía la vista hacia los de la muchacha, ésta tenía unos ojos sin esperanza, tristes y sin emoción. Y mientras se miraban los dos, con miradas perdidas entre los ojos de cada uno, la chica iba desapareciendo. El cuerpo de él hombre apoyó los codos en las rodillas y su cara la apoyó en las manos. Comenzó a sollozar.

Leonardo estaba comprendiendo desde el punto de vista del hombre- que por su deducción supo que se llamaba Rafael - que lo que observaba era la historia de amor de una pareja, que debido a las circunstancia, no pudieron amarse lo suficiente, y…algo le sucedió a ella.
Se despertó profiriendo un ruido de susto. Había tenido una pesadilla y se acordaba perfectamente de cada detalle del sueño. El aullido hizo que se sentara en la cama con los pies tocando el suelo, y se pasase la mano por su cabello ahora sudoroso. Suspiró y rápidamente se calzó y anduvo hasta el gran mirador. Al despejar las cortinas, Leonardo se cegó con la luz solar que atravesaba su somnolienta mirada. Al percibir ese rayo de luz rápidamente cerró las cortinas, dejando un matiz oscuro. Arrastró los pies hasta la cocina, donde calentó un poco de leche al baño maría. Se sirvió en una taza publicitaria y se sentó en un taburete frente la mesita que se situaba en medio de la cocina.
Mientras soplaba el ardiente líquido, pensaba en lo sucedido de aquella noche. Simplemente, el hecho de enamorarse a primera vista le había trastornado un poco. Nunca había tenido ese sentimiento. Era absurdo, se decía.
Pero, al pensar en esa boca pronunciada; en esos ojos dorados de cervatillo asustado que hacían que todo el mundo que los viera pensara que la tendría que proteger, hacían que el joven sintiera un algo en el estómago.
Había terminado de beber, y la taza publicitaria la dejó en el fregadero. Decidió explorar la zona y obtener información sobre esa mujer. Sea como sea, él tenía que saber quién era.

No hay comentarios:

Publicar un comentario