domingo, 21 de febrero de 2010

CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VII.

Un grito despertó a Estela de su profundo sueño.
Se enderezó a causa del susto, respiraba entrecortadamente.
- ¡¿Qué ha pasado?! – gritó eufórica.
De pronto, se encontró que una cabeza de adolescente se erguía de una cama y con ojos llorosos a causa de la mañana, la miraba.
- ¿Estela? – preguntó el joven para luego levantarse y dirigirse hacia ella. - ¡Hola!
La muchacha observó la habitación y al joven que se dirigía hacia ella. ¿Dónde estaba? No recordaba nada de lo que había pasado el día anterior; sólo recordaba el sueño que había tenido esa noche, en el cuál aparecía una mujer de ojos dorados, “Rosalinda” se dijo en su mente.
- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido ese grito? – interrogó rápidamente al chico que se acababa de sentar en el sofá junto a ella, un chico con unos ojos interesantes y familiares.
- Estás en la casa de Leo, ¿no te acuerdas? – y luego añadió, ya un poco confuso. – No querías irte porque…porque no querías regresar con…Esteban. – intercambió una mirada fugaz con ella, pero parecía que lo que los ojos del muchacho intentaban expresar no lo hacían los de Estela.
La muchacha estaba asustada, buscó con la mirada a Esteban.
- ¿Dónde está Esteban? – preguntó impaciente.
Se levantó del sofá dejando al chico sentado y mirándola; recorrió la estancia que estaba patas arriba, sus ojos estaban abiertos como grandes canicas marrones. Viendo que no encontraba a su novio por ningún lado, dirigió la vista hacia el adolescente que la miraba asustado.
- ¡¿Dónde está?! ¡¿Quién eres?! – gritaba. El chico la miraba asustado, puesto que parecía histérica y ella se acercaba.
Mas no respondía.
- ¿Dónde estoy? – preguntó con un susurro mientras se sentaba al lado del chico ocultando su rostro con las manos.
Sintió que una mano se acababa de colocar en su hombro, era el joven que intentaba consolarla.
- Estás aquí, conmigo. ¿Recuerdas quién soy? Soy Tomás, tu amigo. – Intentaba decir con voz dulce aunque Estela encontrara en sus palabras débiles toques tristes.
- No te conozco. No recuerdo nada de lo que pasó por la noche, sólo sé que me pegué un fuerte golpe y que soñé con una mujer. Sólo eso. – Parecía que recuperaba su voz normal pero parecía obtener fracaso a cambio de no saber nada de dónde se encontraba. Decidió ver al adolescente para así intentar recordar algo en él.
Alzó la vista hacia él y los dos se miraron…
…No recordaba nada de él. Nada, absolutamente nada.
- Pero… - comenzó a decir Tomás mientras desviaba la vista, pero no logró terminar la frase, parecía estar afectado.
- ¿Puedo llamar a Esteban? – sugirió Estela.
Tomás asintió con la mirada extraviada en sus largos y finos dedos.
De nuevo, la cantante se levantó y asió su móvil para llamar a su novio.
- ¿…Estela?
A pesar de que la voz de Esteban no le gustase para nada, se alegraba escucharla.
- ¡Esteban! No sé dónde estoy, ¿qué has hecho? – preguntó un poco escandalizada.
- Estela, ayer me comentaste que te ibas a quedar con unos hombres amigos tuyos – pareció vacilar unos segundos. – ¿O no…O no eran amigos tuyos…? No lo sé, estaba muy preocupado para captar todas tus palabras. – su voz era casi insonora, pero sus últimos susurros se convirtieron en gruñidos. Estela no se creía que estuviese preocupado; seguramente habría bebido un poco de whisky aprovechando que ella no estuviese allí.
- Vale, vale… ¿Me vas a recoger? – preguntó haciendo caso omiso de sus pensamientos.
El teléfono carraspeó y en vez de escuchar la respuesta de Esteban, escuchó un pitido que cesaba y nacía, cesaba y nacía.
Le había colgado.
Volvió a marcar su número pero sólo se escuchaba los pitidos. No parecía contestar.
Entonces debido a esa rabia, la guitarrista estampó el móvil contra la pared y se tiró al suelo, profiriendo lloros.
- No sé dónde estoy, Esteban me ha colgado, un adolescente me tiene secuestrada, y lo único que hago es llorar. – sollozaba.
No escuchaba ningún movimiento por parte de Tomás, sólo escuchó que le dijo:
- ¿Quieres un pañuelo?
- Sí…por favor. – Pudo decir mientras dejaba escapar las últimas lágrimas.
Tomás se levantó del sofá y fue a la cocina; cogió un pañuelo y al llegar a Estela, se agachó y se lo tendió.
- Ten…- Y mirando a la cama le dijo – si quieres puedes tumbarte en la cama, yo estaré en el sofá desayunando. Si necesitas algo no dudas en pedírmelo. Pero primero descansa.
Estela no lo entendía; le había secuestrado y ahora pretendía ayudarla.
Estela se sentó en el pico de la cama, y distinguió un bulto en ella. Y presa de la curiosidad, Estela levantó la sábana que cubría al bulto y descubrió a una niñita dormida.
Tenía unos rizos dorados y un vestido blanco tapaba su menudo cuerpo. Distinguió en su rostro unas grandes pestañas y unas mejillas ligeramente sonrosadas. Parecía feliz.
Se quedó contemplando su pequeña figurita unos instantes y luego la volvió a tapar.
Por fin encontró que su corazoncito no estaba lleno de cólera, sino de ternura. La pequeña niña le había trasmitido afecto.
Ya no se encontraba mal, al revés, se encontraba como si conociera todo lo que la rodeaba. Como si nunca hubiese conocido el miedo.
Y todo por esa niña…
Se dirigió hacia la puerta de entrada sin decir palabra alguna, pero antes de girar el picaporte, una voz la detuvo:
- ¿Quién era esa mujer con la que soñaste? – Era Tomás que seguía sentado en el sofá untando una tostada con mantequilla.
Estela vaciló.
No tocó el picaporte.
- Se llamaba Rosalinda.
- ¿Qué era? – Tomás parecía interesado por su tono de voz. Se pasó la mano por un corto cabello lleno de rastras y se llevó la tostada a la boca.
De nuevo, dudó. No sabía si contarle lo sucedido. Pero también tenía la esperanza de que él supiese algo sobre Rosalinda.
- Era un…fantasma. No sé, recuerdo que de pequeña soñaba con ella. Llevo varios años sin volver a encontrarla en mis sueños, pero desde hace dos meses me está acosando de nuevo. – Se dirigía lentamente al sofá y se sentó junto a él en el sofá azulado. – Una vez me desveló su nombre…Rosalinda… Y quiero saber más de ella, de hecho, por eso vine hacia aquí. Me dijeron que podría buscar información sobre ella… - luego consideró una cosa que había dejado atrás - ¿ Por qué me lo has preguntado?
Tomás la miraba con unos grandes ojos pero luego volvió a la realidad.
- Os escuché decir una vez a ti y otra vez a Leonardo el nombre de la misma persona… - indicó.
La chiquilla miró a él y luego a la hermosa vista que se encontraba tras el mirador.
Y mientras Estela se preguntaba quién era Leonardo y Tomás se preguntaba el porqué de esa casualidad. Escucharon el sonido de la puerta chirriar.
Alguien había llegado.
Era Leonardo.
Leonardo se estremeció ante tal golpe, sin embargo le echó una mirada furibunda a Tomás. Pero era una mirada con tanta cólera, odio y soledad que Tomás se quedó atónito.
- Iros – sentenció Leonardo con un serio tono de voz.
Tomás, aún absorto, acogió con su mano la de Estela, y sabiendo que Leonardo impediría que se llevase a Sofía, la dejó allí; dormida plácidamente.
Estaba algo nervioso, pero tenía la certeza de que su amigo no le haría daño alguno.

Leonardo vio como Estela y Tomás se marchaban con caras confundidas de su habitación.
Todavía respiraba entrecortadamente; hacía poco que se había despertado de su desmayo y contempló la nueva vida que se adelantaba ante él.
La magia.
Antes de ir a su casa, fue a la orilla y algo tocó en su mente, un nombre.
Sofía.
No sabía ni cómo ni porqué pero el destino le había llevado hasta ella.
Se quedó unos minutos de pie, mirando a su alrededor, asustado y confundido. Sabía que necesitaba hablar con Sofía de la magia. Sabía que la pequeña niña comprendía mucho más de lo que parecía saber acerca de la magia.
Se encontraba justamente al lado de la cama y fue hasta donde se encontraba la pequeña niña que dormía; y al llegar allí, se agachó, miró con absoluta ternura al pequeño rostro de la niña; le tocó la frente.
- Tú sabes mucho, y yo sé que eres especial. Lo noto al tocarte, pequeña – decía mientras sonreía.
Los ojos de la niña comenzaron a moverse y un leve susto recorrió sus manos.
- Leo… - comenzó a decir Sofía.
- Dime, Sofía – interpeló el nombrado.
Una suave sonrisa recorrió los labios de la niña, cogió la mano a Leonardo y acercó su rostro al oído de él.
- Sé que te has dado cuenta de lo que soy – y añadió un poco menos risueña – y entiendo que quieras saber más de la muchacha dorada, pero yo no te lo diré, porque lo descubrirás por ti mismo.
Y sin ocultar la risa, se tumbó otra vez en la cama, cerró sus grandes ojos azules y se durmió.
A Leonardo no le dio tiempo ni a preguntarle cómo sabía tanto puesto que, parecía otra…Era más…madura. Su voz no era la de una niña, sino que era la de una mujer, una voz melodiosa y sensual…
Y sus ojos… La mirada que tenía cuando lo conoció, la mirada de la noche anterior, la mirada que Leonardo recordaba de Sofía no era la que tenía ahora… Era…diferente… Experta y magnífica. Con un azul intenso, con un azul que parecía contener todas las tonalidades del mar, el océano y las corrientes fluviales juntas; pero…un toque de… dureza, como una muralla irrompible cubría sus ojos.
Todo había cambiado.
Todo.
- ¡SOFÍA!... ¡DESPIERTA! – gritaba mientras zarandeaba cuidadosamente a la niña.
Su acto dio resultado.
La niña se levantó con las manos frotando los ojos.
Vio a Leonardo, y éste distinguió que lo que antes había descubierto ahora no aparecía.
¿Dónde estaba esa madurez?
¿Dónde estaba esa voz?
Se sentó en la cama y se echó, aliviado.
Sofía era lo más parecido a una hermana y no quería perderla.
- Sofía, ¿con qué has soñado hoy? – preguntó mientras se volvía a incorporar, después de unos segundos de descanso.
Sofía también se enderezó quedándose sentada en la cama, al lado de él.
Hablaba agitando mucho las manos, y rápidamente, como si le fuera la vida en ello.
-¡…Y también soñé con el agua! ¡Pero parecía fuerte y sin miedo! – gritaba entusiasmada. Pero luego, bajó la voz – ¿y sabes qué?
- ¿Qué?
- Me dijo que ella era la magia. Y que las dos éramos la magia. Que las dos éramos iguales. Pero me dijo que no se lo dijera a nadie. ¿VALE LEO? ¡A NADIE!
- Un momento, Sofía… ¿qué? Que tú eras igual que ella…quieres decir que…
“…Que somos la misma persona, Leonardo.” Susurró la misma voz que antes le hablaba con el cuerpo de Sofía.
-…Que somos la misma persona, Leo. – Susurró de nuevo la niña.
Un bullicio de ideas y catástrofes le vinieron a la mente. Se sentía mal, muy mal. Se había metido en un buen lío, pero sabía que era el destino. Aunque no entendía lo que sucediese, tenía que estar allí. Era un…
-…Un mundo nuevo en el que nunca he vivido… - dijo en voz queda Leonardo.
- ¿Qué? – preguntó Sofía. Se levantó de la cama y danzaba su vestidito blanco a causa del impulso.
- Digo que esto es distinto, Sofía. Me estoy dando cuenta de que eres buena interpretando. Ayer me dijiste lo de la condesa de Roldan, lo de la mirada mágica; hoy, hoy una mujer se ha puesto en tu cuerpo y me ha susurrado palabras que no entendía hasta ahora. Sofía, tú no eres una niña. Tú eres una especie mágica que se ha introducido en este cuerpo para protegerme. Tú eres la mujer que me ha susurrado las cosas, eres diferente… ¿Pero, por qué? ¿De qué? Sofía, dímelo. Te lo suplico. Por favor…
Sofía, que estaba tarareando una canción, se quedó quieta por un momento.
Leonardo sintió un escalofrío.
Otra vez lo miraban esos ojos.
Y vio en ellos a la muchacha dorada, con su corazón en la mano y una mirada llena de tristeza.
Pequeños fragmentos de su vida pasaban por su cabeza atropelladamente:
Su primer “Papá”. Sus exploraciones cuando tenía diez años en el bosque al lado de su casa. Sus dibujos infantiles que poco a poco se fueron modificando hasta crear belleza en papel.
Cuando estaba en el colegio y todos le miraban con cara rara. Cuando entró en el instituto, con una camiseta de “Guns n´roses” un cómic de Batman en la mano y el pelo largo y todos se reían de él. Y por último, cuando su padre le dio el corazón de su joven madre. Ese baúl que desde hace dieciocho años no se había abierto jamás. Ese pequeño tesoro en el que se encontraba todo un mar de recuerdos, en el que se encontraba la magia del corazón.
- Entiendo lo que me quieres decir. – Inquirió Leonardo.
Y una sonrisa satisfactoria y atractiva asomó por los labios de la pequeña Sofía.

viernes, 19 de febrero de 2010

Capítulo VI


CAPÍTULO VI

Se levantó con un dolor en la espalda tremendo. Se había despertado unas cuantas veces por la noche, pero cuando se dormía otra vez llegaba a su mente ese sueño que no lo dejaba.
Se enderezó y miró su reloj – que marcaba las siete en punto – antes de encontrarse con el panorama que había dejado al dormir.
El loft estaba patas arriba. Las sábanas que habían utilizado para “vestir” a la cama estaban esparcidas por el suelo. Los platos estaban sucios en la mesa donde la noche anterior habían comido. Distinguió que Tomás se hallaba dormitando pacíficamente agarrando a su hermana por la cintura; los dos arropaditos.
Dirigiendo más su vista hacia la derecha, encontró que Estela seguía dormida en el sofá. Su postura hacía reír a Leonardo; sus dos piernas estaban apoyadas en el final del respaldo del sofá, una mano caía hacia el suelo y su rostro estaba tapado por el cabello.
Fue hacia la cocina de puntillas y como el día anterior, se preparó leche caliente.
Ni se sentó, ni apoyó la taza en la mesa, ni nada. Se llevó el recipiente a los labios y de allí pudo saborear el cálido sabor de la leche.
“Qué buena” dijo para sí.
Caminó hacia el armario y pudo coger unos pantalones vaqueros y una camisa blanca de rayas negras. Entró en el lavabo donde afortunadamente se encontraban sus zapatillas de deporte.
Se vistió y dejando todo como estaba, sin querer despertar a nadie para dejarlos descansar de un día bastante extraño, se marchó de nuevo; el sueño que tuvo lo dejó obsesionado otra vez. ¿Quién era ella? Necesitaba encontrarla, necesitaba oler su esencia de nuevo, la necesitaba…

- ¿Sí? – preguntó Matilde sin quitar la mirada de la nueva revista que estaba leyendo.
- Dos cosas. Primero, las llaves, tenga.- Y las colocó en el escritorio puesto que la mujer hacía caso omiso de él. – Lo segundo, ¿ha visto usted alguna vez a una muchacha de pelo negro, ojos dorados y que antes de ayer llevaba un vestido blanco? – finalizó el muchacho la frase con una exhalación debido al maratón que corrieron sus palabras.
- No sé de qué me habla. Y otra cosa; no soy una mujer muy agradable y sé que a su edad todo es muy bonito y todos son amigos de todos, pues mi pensar no es así. – Concluyó Matilde.
Y sin haber escuchado lo que la recepcionista le dijo de mala gana, continuó:
- La vi en la playa, olía a violetas…
La recepcionista dejó de leer y miró a Leonardo.
- ¿Qué olía a qué? – ahora, ella le miraba concernida.
- A violetas, olía a violetas – dijo el interpelado.
- ¿Y qué hacías tú en la playa a esas horas? – habló enfurecida.
- Tenía ganas de…
- ¡De matarse! ¡¿NO SABE QUE LO QUE HA VISTO ES UN FANTASMA?! – y luego añadió con menos euforia. - Ya veo lo que se ha informado sobre este lugar.
- ¿Un…fantasma? – Leonardo, un hombre de ciencias que nunca había recapacitado ni en la mínima posibilidad de que Dios existiera no daba precio a lo que sus oídos escuchaban. – ¡Los fantasmas no existen! ¡Nada sobrenatural existe! – y luego añadió en voz queda. – Creo que para la edad que usted aparenta no es sensato creer en esas absurdas consideraciones.
La mujer lo miró con ira, pero entendiendo a lo que el pequeño sermón refería tenía razón.
- Yo sólo te informo de lo que cotillean en el pueblo. –Zanjó con tono distante y luego añadió con una sonrisa irónica. – Al menos has salido con vida de la primera vez, algo le habrás causado al fantasma…
Leonardo se despidió silenciosamente de la mujer aunque ésta hubiera apartado la mirada rápidamente de él.
Le pareció algo extraño puesto que Sofía también había hablado de algo como la mirada mágica, pero eso era absurdo.
Se dirigió hacia la pequeña puerta y la abrió. Saboreó una dulce brisa que había dejado la lluvia del día anterior y aún fastidiado por no saber quién era esa misteriosa muchacha a la que Matilde la llamaba “fantasma” anduvo hasta llegar a la acera.
Erró por el paseo marítimo escuchando el suave silbido del mar, como una preciosa nana que le cantaba su padre a la hora de dormir. El desdichado miraba la preciosa orilla recordando a la hermosa mujer que le besó tierna y dulcemente, y para seguir contemplando el paisaje descubrió que había un bar agazapado en la arena de la playa. Decidió ir allí; se quitó los zapatos y corrió por la fría arena hasta llegar a la pequeña estancia de madera.
Por detrás parecía que estaba cubierto por paredes, pero cuando fue hacia la entrada, en vez de encontrarse una puerta se topó con que era una estancia abierta. En la barra se encontraban dos hombres de apariencia vagabunda bebiendo lo que parecía ser alcohol y conversaban entretenidamente con el camarero, un hombre con un atuendo bastante informal y que parecía rondar los cuarenta.
Leonardo se acomodó en un asiento y apoyó los codos en la barra.
- Una limonada, por favor. – Produjo en voz queda.
El camarero que se había situado en frente de él abrió una nevera que no podía ver Leonardo y extrajo una limonada, la abrió con un mechero y la eclosionó con dos cubitos de hielo en un vaso.
- Ahí tienes. – Apartó la vista un instante de Leonardo pero al pasar una milésima de segundo lo miró de nuevo extrañado. – Tú, no eres de aquí, ¿verdad?
Leonardo arqueó una ceja.
- No, no soy de aquí. Vengo de paso. – Le dio un pequeño buche a la limonada y prosiguió - ¿por?
- Verás chico – hizo un ademan para que se acercara y miró hacia los lados. – Aquí, en Costa Romana hay una leyenda que cruza los oídos del vecindario. – Susurró.
Leonardo se sobresaltó.
- Tranquilo, verás ¿ves a esos dos que están ahí bebiendo? – el joven asintió – pues uno de ellos te puede contar en primera persona lo que le pasó en este pueblo. – Alzó una mano en señal de llamada y captó la atención de los dos hombres. - Sebas, Ronaldo, venid.
- ¿Qué quieres? – preguntó uno de ellos, vestía una chistera y una chaqueta desgastada lo protegía de la brisa, sus pantalones oscuros y pútridos se movieron a causa del impulso al levantarse y sus ásperas manos se agarraron a la barra. Parecía estar borracho.
- Sebas, este chaval no sabe en el lugar en el que se ha metido, cuéntale qué te pasó anda. – Dijo el camarero señalando con la cabeza al joven.
El aludido se sentó al lado de Leonardo y posó su mirada en él.
- ¡Eh! ¡Sebas, no se lo cuentes! ¡Que seguro que el niñato tendrá que vivirlo! – intervino una voz carrasposa que provenía del otro hombre, un viejo con una barba de meses y expresión ceñuda.
- Cállate Ronaldo, tú qué sabrás de la vida maldito imbécil – espetó en dirección al viejo, y luego prosiguió, ahora hacia Leonardo. – En mis tiempos mozos, estamos hablando de…mmm… ¡Dios sabe cuánto! Estaba en una pequeña tripulación que desembarcaba en esta costa. Parecía que algunos tenían familia aquí y yo tuve que quedarme en La sonorísima por la noche. Me tocó una habitación con una pequeña ventana, pero lo suficientemente grande para que pudiese ver a ese ángel en forma de humana. Era tan hermosa… - se quedó un poco en las nubes pero luego se dio cuenta de que tenía que proseguir. – Y nos miramos, su mirada era triste; sí, lo recuerdo. Salí de la habitación y corrí hacia ella. Nos besamos y… ¡Mierda! No me acuerdo. Bueno, el caso es que me dijo que ella moriría pronto y sus ojos parecían ser muy sinceros… Ella me cautivó totalmente, tanto para que todo mi mundo girara en torno a ella en sólo un par de horas; y me di cuenta de que no podía vivir sin ella y que si se iba yo no sabría qué hacer, entonces le dije que si ella moría, yo también. Y los dos nos sumergimos en el agua. Una vez dentro y con los ojos bien cerrados, yo esperé a la muerte agarrado de la mano de ella, pero no llegaba, no llegaba…Decidí abrir los ojos y no encontré el cuerpo de mi amante por ningún sitio, emergí y pude respirar la vida de nuevo. Esa arpía por poco no me mató. – Finalizó el hombre con un suspiro.
Leonardo no se lo podía creer, lo había engañado…Una mujer lo había engañado…Pero, ¿cómo podía ser eso si el vagabundo presentaba una edad aproximada a los sesenta y ella era tan joven?
- Mientes, yo mismo la vi el otro día. Era joven y hermosa y si es como tú dices, supuestamente sería vieja y arrugada. – Replicó.
Ronaldo rió por lo bajo y el camarero le dijo:
- ¿No sabes que es un fantasma? – Pero luego consideró mejor la réplica de Leonardo - ¿La has visto? ¿Y no has muerto?
- La he visto y no he muerto, pero no es un fantasma. ¡NO EXISTEN!
Sebas puso su gran manaza en el hombro de Leonardo.
- Verás, cuentan que hay una leyenda de ese fantasma. Una historia que ocurrió en el mil novecientos cuarenta y cuatro. En Sevilla hubo una vez una moza que se llamaba…Rosalinda. Sí, eso es. Rosalinda. Era una muchacha a la que su padre no la dejaba salir. La tenía como mueble de salón en su gran alojamiento. La chiquilla era hermosamente hermosa pero la soledad era su reina y ella, en su habitación la obedecía, siempre. Tenía una cajita de música como guía, como su amiga más leal. Las dos, todas las tardes cantaban con sus voces melodiosas mirando a la ventana. “La jaula atrapa mi cuerpo…” cantaba la ilusa.
Pero un día en el que éstas cantaron con otra melodía y con la ventana abierta, un joven apuesto las escuchó. Miró la belleza de la chiquilla y se enamoró perdidamente de ella, mas el padre de la niña vio que los dos intercambiaban miradas apasionadas y ofreció una paliza al chaval. Pero, cuando el ilusionado recordaba los cánticos de la niña, su pelo negro y sus ojos dorados mirándolo, cada vez más se enamoraba.
Diríase que se acordó de la dirección de la chiquilla y rápidamente, sin importarle su padre, le escribió una carta. No recuerdo muy bien el qué escribió, pero más o menos sé que le expresó todos los sentimientos que tuvo a primera vista y que contuvo hasta ese día. Le especificó que esa noche estaría en la entrada del parque de María Luisa y que la esperaría entusiasmado.
La envió y al ella recibirla se alegró mucho. La soledad iba a dejar paso a la compañía y el amor.
Al caer la noche se marchó de su casa.
Recuerdo que cuando había salido por primera vez a la calle y tocar con sus pies descalzos la acera, se alegró. Era una noche lluviosa, pero le daba igual.

Aunque no encontraba el parque puesto que nunca había salido de su casa, unos hombres la guiaron y se encontraron los dos. Se intercambiaron una mirada y la contuvieron hasta que un cuervo graznó, y desde ese momento sus vidas quedaron cruzadas por el amor. Todos los días por la noche se encontraban pero un día el hombre le dijo mediante una carta que se marcharía a Cádiz y que se alegraría mucho si ella pudiese ir.

Y sin saber por dónde ir, vagabundeó por las calles hasta encontrar la famosa Catedral De Sevilla tan hermosa como siempre. Descubrió que la silueta de un joven estaba allí, esperándola. Los dos se miraron complacidos pero parece ser que el padre de la muchacha los siguió junto con la policía. Los dos amantes intentaron escaparse juntos pero la policía cogió al muchacho…En cuanto a la niña… consiguió escapar de su padre…Al principio nadie sabía dónde estaría la cría, su padre puso carteles de búsqueda, pero en la época que estábamos no le importaban mucho una simple niña, y bueno, apareció el cadáver de ésta en la orilla de Costa Romana. Su padre ya había fallecido a causa de la ansiedad de no ver a su pequeña y por eso la enterraron en Cádiz. De su amor perdido no se sabe nada, unos dicen que murió, otro que se fugó de la cárcel, y los últimos predican que se ha ido en busca del alma de su corazón. – El aliento olía a alcohol pero Leonardo estaba tan ensimismado con sus palabras que le dio igual. El vagabundo tomó un trago de lo que parecía ser whisky y prosiguió.- Y por eso, chico, hay un algo extraño en la orilla del río pero parece ser que a ti no te ha hecho nada al verla. A lo mejor le parecerás a su amante.

Leonardo se interesaba por la historia, pero su mente se llenaba de cólera al escuchar la absurdez más tonta del mundo.

- Pero, ¿os estáis escuchando? ¿Un fantasma? No existen los fantasmas. – Dijo con una sonrisa de ironía.

- ¿Cómo qué no? – Preguntó Ronaldo. – Muchachito sabelotodo, ¿quién eres tú para creer que no existen los fantasmas? Lo primero, los borrachos siempre dicen la verdad. Lo segundo, no tienes ni la más remota idea de lo que es el mundo. ¿De dónde eres, chico?

- De Valencia – espetó con un poco de ira.

- De Valencia, ¿no? – y rió. – Mira chico, este país es un sitio en el que la magia habita por todas partes. Pero claro, seguramente que tú te habrás quedado en tu casa esperando cumplir la mayoría de edad para viajar. Señorito, no sabes lo que te espera. No todo es lo que se dice en las escuelas, que nada de magia, que mucha ciencia, pues no. No todos la poseemos pero existe. Cuando menos te lo esperas, ahí está la magia, aunque tampoco es la magia de las hadas como en los libros, es oscura…

Leonardo no entendía nada de lo que escuchaba. Resultaba que ahora todo lo que le rodeaba era mágico. “Están locos” se dijo.

- Vale, me lo creo. Ahora tiene que venir un burro volando y me va a confiar la llave de la verdad y quiere que valla a su reino para luego casarme con su hija, ¿no?

- ¡Serás…! – gruñó la carraspeada voz de Ronaldo se bajó del asiento y alzó la mano, pero el camarero ya había intervenido, rápidamente le sujetó el brazo.

- Ronald, sabes que no quiero peleas en mi puesto. –Luego, miró a Leonardo, que estaba asustado. – Y tú chico, si no nos crees allá tú. Sólo digo que es la verdad. – Soltó la mano de Ronaldo y volvió a su trabajo. – Sebas, ¿quieres algo más?
Sebas negó con la cabeza.

Leonardo no sabía lo que estaba ocurriendo, no lo comprendía, se sentía incómodo.

-Demostrádmelo – exigió repentinamente.

- ¿El qué? – preguntó Sebas.

- Demostradme que de verdad sabéis hacer magia. – Dijo nervioso.

Ronaldo que antes se había sentado de nuevo, otra vez se levantó, pero esta vez fue hacia la arena.

El joven vio como el viejo andaba por el suelo de madera tambaleándose, saltó el pequeño escalón y tocó la arena.

- ¡A ver qué te parece esto! – Gritó alegre.

Y de pronto, Leonardo distinguió que de la antes descolocada postura de Ronaldo, ahora se convirtió en una rigidez absoluta. No escuchaba absolutamente nada pero de pronto, algo pasó. Algo bastante extraño.

Una nebulosa azul iba en dirección de Leonardo, pero en vez de pegarle como él se esperaba, la nebulosa se convirtió en una hermosa muchacha que se sentó en la silla que lindaba al lado de la suya y sonriente, le tocó el rostro con unas manos frías, pero un grito provocó la chica azul y se cayó al suelo revolviéndose y chillando, pronto, una luz negra apareció en ella y desapareció.
Leonardo se quedó asombrado ante tal acto, era verdad. ¿Pero cómo? Nunca había creído en eso, es más, de pequeño, cuando quería leer un libro de fantasía, su padre se lo quitaba de las manos cuidadosamente, diciéndole: “Los libros fantásticos te comerán el coco, como a Don Quijote.”

Esa frase resonó con la voz de su padre en la cabeza de Leonardo. Se llevó las manos a la cabeza puesto que otra vez la pólvora se agazapaba a su corazón evitando así que la sangre circulase; se levantó y comenzó a tambalearse, al ver lo que lo rodeaba, distinguió sólo bultos; bultos rígidos y que no hacían nada para ayudarlo.

-¿Qué…Qué…me está…pasando? – logró decir.

Pero nadie lo escuchaba, dirigió la vista hacia un lado y hacia otro, sentía que su cuerpo avanzaba desesperado y en vez de pasos, daba zancadas estrepitosas.
Se repetía una y otra vez la misma pregunta: “¿qué me está pasando?” en su mente; ni Ronald, ni Sebas ni el camarero lo ayudaban, “¿por qué?” no lo sabía. Solo sabía que en ese instante estaba él solo ante el dolor.

Y el cuerpo de Leonardo se quedó allí, solo e inerte. La mente de éste divagó por la magia y comprendió que la vida de Leonardo había cambiado para siempre; la pólvora de su corazón nunca podría extraerse y advirtió que ya no todo era como él se creía, ahora era todo… ¿mágico?

Nunca sería como era antes, un tímido aunque a veces gracioso ilustrador, un simple hombre en busca de la soledad, un joven con aspiración a recorrer el mundo…

miércoles, 17 de febrero de 2010

CAPÍTULO V




Una ráfaga de viento sopló en aquel acantilado verdusco. El bosque desprendía un olor apreciado por la muchacha que estaba en el pico de éste. Ella se sintió libre, al fin. Sus manos comenzaron a moverse en círculos mientras que sus finos dedos danzaban al son de su mente.

La mujer respiró el aire marino y su vestido rojo se extendía hasta formar aureolas. En ese momento ya no se acordaba de que fue ella quien creó la magia, fue ella, condesa de Roldan, Francia en el siglo IX quién revolucionó el amor, fue ella la primera bruja y fue ella quien creo la magia del amor; eso se le olvidaba sólo con apreciar la vista del translúcido mar. Al danzar percibió que alguien iba tras ella. No se movió absolutamente para nada, quería disfrutar viéndolo morir con su poder. El hombre se acercaba lentamente y de su mano salieron destellos dorados hasta llegar al cuello níveo de la mujer. Ésta evocó un suave suspiro pero la gracilidad de sus movimientos al girarse hicieron que un aura blanca fuera a parar a la pierna del hombre que había invadido su meditación. Su cuello se vio librado de la fuerza de la magia.

- ¿Quién eres? – preguntó dulcemente con su voz en eco.

- Mi majestad, soy un humilde sirviente que quiere agradeceros todo lo que hayáis hecho por La Tierra.- dijo el hombre mientras los sollozos a causa del dolor se desgarraban en su boca.

- ¿Qué he hecho por vosotros? – espetó y luego miró hacia el mar. – Sólo os he dado la magia a los más débiles, sólo he intentado hacer que el amor sea el culpable de todo…

-¿Por qué mi señora? – Interpeló éste todavía malherido. - ¿Queréis que el mundo sufra por los acontecimientos del amor?
Asintió.

- ¿Por qué?

La mujer se dirigió de nuevo hacia el hombre dañado y se agachó. Recogió su rostro y lo miró a los ojos. El hombre comprendió que de los ojos de la mujer, unos ojos violáceos, caían lágrimas.

- El amor es el peor sentimiento de todos, amigo mío. Y quiero que todos los humanos que posean un mínimo de magia sepan lo que es eso, y por eso he creado la mirada de la magia…Para que cada uno sepa con quién debe estar.

Sofía abrió sus grandes ojos azules y Alzó la cabeza para mirar a Leonardo.

- Leo, ¿sabes quién es la condesa de Roldan? – le preguntó la niña concernida.

Leonardo la dejó en el suelo y se agachó; echó un breve vistazo a Estela y a Tomás, pero seguían sin moverse y mirándose, algo extraño les sucedía.

- ¿Quién? – preguntó nuevamente mirando a la niña.

- A la condesa de Roldan, la bruja. Es que la acabo de ver. – Respondió la pequeña sonriente.
- ¿Dónde la has visto? ¿Fue con tu hermano?
La niña negó con la cabeza.
- ¿Entonces?

Sofía tocó con un dedo su cráneo envuelto de rizados cabellos rubios.

- La he visto aquí. – Zanjó.

- Pero, ¿qué has visto Sofía? – Leonardo se sentó en el sofá, ya hacía caso omiso de los dos enamorados que parecían estar en contra el tiempo. – Ven, cuéntame lo que te ha pasado.

La niña se sentó en el regazo de éste y se dispuso a hablar:

- He visto que una mujer muy muy muy muy guapa, estaba en el mar, un hombre muy malo intentó matarla con una cosa amarilla que se la agarraba a su cuello. Pero la condesa de Roldan es una brujita y con su magia consiguió atrapar al hombre malo. La brujita comenzó a llorar y le dijo al hombre malo que había creado la mirada mágica para que todo el mundo con un poquito de magia sepa quién es su medio corazoncito. – Confesó la niña mientras sus dedos jugueteaban con los mechones de pelo de Leonardo.

El joven la apartó y la miró a los ojos. Parecían tan sinceros…

Y entonces pensó que la mirada mágica es lo que les podría estar ocurriendo a Tomás y Estela.

Pero…No, no podía ser eso. Era algo imposible.

- Anda Sofía, no digas esas cosas. Será tu imaginación, que es muy extensa. – Le guiñó un ojo a la niña, pero ésta se enfadó.

- ¡Es verdad! – soltó Sofía.

- Bueno, Sofía es tarde y tienes que dormir. – Se levantó y la acogió en sus brazos. La pequeña niña aún molesta, cedió a dormirse allí, el sueño invadía su mente y su cuerpo.

Al Leonardo depositarla suavemente en su lecho, ella le cogió de la mano y le susurró:

- Buenas noches Leo…

Y desprendió su pequeña manita ahora inerte.

Leonardo se enderezó y contempló a la pequeña niña dormir plácidamente.

Era tan bonita…

Mas, la inmovilidad de la niña hizo que la pólvora del corazón de Leonardo se agarrara otra vez produciéndole un dolor espantoso, y todo por pensar en sí la niña muriese…

Descartó esa idea de su cerebro. No tenía que pensar en eso. En sí, había viajado para poder olvidarse de los sentimientos y ser un hombre solitario; pero cada vez que veía la sonrisa de Sofía, los inocentes ojos de Tomás y recordar a la muchacha dorada, quería arriesgarse a seguir siendo masoquista.

Su mirada fue a parar a los dos cautivos de la “magia”.

Decidió ir hacia ellos y taparle los ojos a los dos, así podrían hacerle caso.

- Bueno, creo que ya es hora de preparar las camas. Y la señorita se tiene que marchar. Tu novio estará hecho una furia.

Ella quitó la mano de Leonardo profiriendo un quejido.

- ¡No me quiero ir! – aulló.

Tomás también quitó la suya ceñudo.

Pero Leonardo no se iba a dar por vencido, sabía que sería mala idea dejar a la chica en su habitación, tampoco tenían camas suficientes, él mismo se había ofrecido a dormir en el suelo y dejarle a Tomás en el sofá; no quería que el chiquillo durmiera otra vez en la calle.

- Bueno, pues lo siento mucho Estela, tienes que irte. No quiero que nos denuncien a la policía…

- ¿Y si llamo a Esteban? – cortó ésta. – Le podré contar que… ¡Sois dos hombres! que han…¡formado un espectáculo y que me habéis llevado con vosotros porque habéis visto que tengo talento! – inquirió ésta mientras se inventaba su solución.

Tomás no la paraba de mirar, aunque ahora podía apartar la mirada de su rostro. Leonardo tomó la palabra con un suspiro:

- ¿De verdad quieres quedarte aquí?

- No quiero estar en un mundo que no es mío – obvió Estela. – Y Esteban no es de mi mundo, sólo se interesa del dinero y su capricho hacia mí es osado. No sabe con quién juega.
Tomás ahora miraba a Leonardo y con sus ojos le rogó que la dejara pasar la noche.

- Está bien… Llámalo ahora y le dices que estás lejos, vas a quedarte en un hotel. Coge tu teléfono. – Se dirigió a la cocina – Tomás, elige algo de cenar, ¿Huevos fritos o salchichas? ¿O las dos cosas?

- Las dos cosas, espera que te ayude. – Ayudó a Leonardo una vez puesto al lado de él.

Estela prendió su móvil y marcó el número de Esteban.

- ¿Estela? – sonó la voz adormilada de Esteban.

- ¡Es! Sí, soy yo; Estela.

- ¡Estela, mi vida! ¿Dónde estás? ¿Te han hecho algo malo, esos cretinos?

Estela se apartó un poco de donde estaban Tomás y Leonardo.

-No, no me han hecho nada mi vida. Sólo son dos hombres de oficio de payasos, han querido montar un espectáculo sorpresa y me han llevado con ellos porque veían talento en mí. Pero tranquilo cariño, mañana por la mañana iré contigo, quiero sacarles información de Rosalinda.

Una espiración brotó del móvil.

-De acuerdo, pero solo por eso, ¿vale?

- Vale, adiós.

Y cerró el teléfono. Sabía que lo que estaba haciendo no era bueno, pero ya que la habían secuestrado, quería aprovechar la situación de averiguar más sobre Rosalinda, porque costara lo que costase Estela tendría que averiguar porqué Rosalinda tenía tanta relación con ella.

La cantante no sabía que decir y se apresuró a inventarse algún quehacer:

- Yo voy a ordenar la habitación y preparar la mesa. – Y les brindó una sonrisa resplandeciente.

Los dos jóvenes se quedaron absortos pero se dieron cuenta de lo que tenían que hacer y dejaron de mirar a Estela.

Pasaron horas y horas entre risas. Parecía ser que Tomás era un gran bufón y hasta con el kétchup contaba un chiste. Diríase que la cena duró dos horas, pero al terminar y recoger, Estela sugirió que podrían colocar cojines al lado del mirador y sentarse allí, poder conversar y conocerse mejor. A Tomás y a Leonardo les pareció una buena idea, y dicho y hecho, cogieron un par de cojines cada uno y se sentó en los cojines.

- Bueno Estela, ¿cómo es que te casas? – interfirió Leonardo mientras otra mirada se cruzó entre Estela y Tomás.

Al escuchar la palabra casar, Estela se mostró apenada, parecía no querer hablar de eso y bajó sus ojos a las manos; comenzó a hablar:

- Mis padres fallecieron y como mis abuelos eran pobres me trasladaron a un orfanato, en él aprendí sola a tocar la guitarra y también a cantar. A los quince decidí pararme en las calles del centro de Sevilla para poder conseguir dinero de mí misma. Tocaba la guitarra acompañada de mi canto todos los días al atardecer, y uno de estos, Esteban se acercó a mí. Me dijo que era un joven manager y que quería que fuese “su cantante”. Yo acepté enseguida, el polvo comía mis entrañas y la soledad hundía mi ser. Pasaron dos años y hace dos meses me propuso matrimonio, yo todavía seguía encaprichada con él y acepté; pero al transcurrir estos meses me he dado cuenta de que no es mi amor y de que quiero ser un alma libre… - Pequeñas lágrimas perlaban las pálidas manos de la niña y el final de su discurso se convirtió en susurros.

Tomás se quedó aturdido al verla así; pero su pasado no era mucho mejor que el suyo; su madre quedó muerta de una paliza que le propino su padre y desde entonces Tomás y Sofía se quedaban a dormir a las afueras de su casa en el parque, por precaución; su familia además era tremendamente pobre y lo único que tenía de dinero era para darle de comer a su pequeña hermana.

- Tranquila Estela, todo pasó, todo pasó – reanimó Leonardo para luego decir – creo que todos hemos tenido un pasado bastante desafortunado, pero, con nuestras fuerzas creo que podremos combatir contra ese mal. ¿Estáis de acuerdo?

Los dos asintieron.

Y aprovechando la dura situación prosiguió:

-Pues bueno, creo que es mejor que nos vayamos a dormir antes de que Sofía despierte, al acostarla estaba delirando.

Los tres se levantaron y recogieron las cosas. Estela se durmió en el sofá, Tomás se acostó en la cama de Leonardo con su hermana y el último se quedó en el mirador pensando en la muchacha dorada.

“No quiero dormir, soñaré con ella de nuevo y mi corazón ya está luchando para poder conservarse de las continuas estacadas de la pólvora. No quiero dormir…” decía una voz en su interior.

Otra vez observó el plácido mar y se acordó de lo que Sofía le había dicho horas atrás:
“…con un poquito de magia sepa quién es su medio corazoncito.” Y aunque él no creyera en eso, sabía que le estaban sucediendo cosas extrañas, cosas que nunca hubiera descubierto si no hubiese salido de Valencia, cosas con las que jamás había soñado hasta el momento.
Se acomodó bajo el mirador y allí, mirando a la luna menguante se durmió.


“En el sueño, Leonardo se encontraba de pie; parecía estar en una angosta calle y distinguió que dos figuras se alzaban al final de ese callejón sin salida. Él vestía con un gran abrigo negro y una capucha cubría su cráneo.

-Te acompañaré pese lo que pese – oyó decir a una muchacha.

- No puedes mi amor, Cádiz es un lugar muy inhóspito para ti, nunca has podido salir de tu jaula ni tampoco has escapado de tu padre, mi vida, no te arriesgues por alguien tan singular como lo soy yo. – Especificó el que sería su amante.

La chiquilla asió las dos manos del hombre y le dijo con tono suplicante:

- Pero yo te quiero, Rafael. Quiero vivir una vida junto a la tuya, este no es mi mundo, ni el tuyo; este es un mundo creado a base de monstruos y criaturas malévolas como mi padre. No me dejes entrar en el infierno Rafael, por favor…

El que parecía llamarse Rafael lo meditó durante unos segundos y apartó una de sus manos de la de la muchacha para posteriormente colocarla en su mejilla.

- Eres todo lo que amo, sin ti mi vida sería una ruina. – Sonrió mientras una lágrima le caía sobre su rostro. - ¿Recuerdas la canción que cantaste al conocernos? Era hermosa. "I´m singing in the rain…” – comenzó a cantar.

Leonardo detectó entonces una aguda risita de la muchacha.

-Síguela – reanudó Rafael.

- ¿Aquí? – preguntó avergonzada pero con una sonrisa la mujer mientras que miraba de un lado a otro.

-Sí, aquí.

Y al comenzar la chiquilla a cantar, ese cántico florido inundó a Leonardo los oídos dejando que cerrara los ojos y…

Y se levantara.

CAPÍTULO IV


Capítulo IV - ENCUENTRO



Tomás se hallaba en otra gran cola que desembocaba a una mesita y una silla. El adolescente daba pequeños saltitos y alzaba la cabeza hacia arriba de tal manera que por poco no la separó del cuello, y todo lo hacía para poder ver a la muchacha guitarrista.
No había mucha gente pero era lo suficiente para que se captara nerviosismo en el cuerpo de Tomás.

- Venga, venga – dijo entre dientes con voz queda.

Leonardo le dio un toque en el hombro y el aludido se giró hacia él con los ojos muy abiertos.

- ¿Qué te pasa Tomás? – Leonardo miró por encima de Tomás y al ver a la persona que se sentaba en la silla que daba a la mesita y descubrir la belleza que ésta contenía, comprendió el porqué de la ropa tan elegante de Tomás, el porqué de las exigencias del susodicho para estar en ese lugar, y el porqué de esos ojos tan grandes que se le habían puesto al verla.

Y se sintió un poco absurdo por no haberse dado cuenta de aquello lo que pasaba era que no se había percatado de la belleza absoluta de la cantante ni tampoco de la mirada que minutos antes se habían echado; no hasta ese instante, que lo había descubierto.

La muchacha se había cambiado de ropa, ahora no estaba con unos trapajos de diferentes colores, sino que vestía con un vestido blanco sucio y su pelo estaba apartado de la cara gracias a dos trenzas que sostenían su flequillo.

Leonardo encontró que la oreja derecha de la muchacha estaba fulminada de aros.

- ¿Esa es Estela? – preguntó por lo bajo a Tomás, pero éste no lo escuchaba porque parecía ser absorbido por los ojos de la chiquilla.

- Por favor, los que tengan el disco que pasen por aquí y Estela se los firmará. – Avisó un hombre bastante alto y atractivo. Tomás lo fulminó con la mirada, él no tenía ningún disco de ella, antes había estado a punto de comprarlo, pero no podía puesto que su dinero era escaso y necesitaban cenar esa noche Sofía y él.

- Leo, no podemos verla. – Comentó Tomás con tristeza.

- ¿Por qué?
A Leonardo le frustró mucho esa mirada de Tomás tan seca y desamparada.

- ¿No te has enterado? Se necesita un disco para que te firmen.

- ¿Y por qué no lo compramos? – interfirió el joven parando los pies de Tomás, que ya se había dispuesto a apartarse de la cola para irse a casa dolorido.
Éste se dio media vuelta y sólo le dedicó una sonrisa forzada. Leonardo entendió que ese chiquillo había nacido con el don de los sentimientos intensos, era algo que personalmente para Leonardo, apreciaba.

- No tengo dinero, soy pobre Leo – dijo Tomás.

Pero a Leonardo se le ocurrió una grata idea gracias a la mirada que compartieron Estela y Tomás.

“Si consiguiera que se vieran otra vez… ¿Pero cómo?” Había un bullicio de personas impidiéndoles el paso.

“Pero, ¿y sí…?”

- Ven Tomás, vamos a salir de aquí. – Le cogió de la muñeca forzudamente y salieron los dos, Leonardo muy seguro de sí mismo y Tomás quejándose de las continuas presiones que la mano de su amigo daba a la muñeca de él.
Pararon tras cerrar la puerta del habitáculo donde se encontraba Estela.

- ¿Qué pasa? – espetó furioso Tomás – por poco me dejas sin mano con la de gente que impedía el paso.
Leonardo le sonrió y habló:

- ¿Quieres ver a la cantante? – Tomás asintió. – ¿Te da igual de qué manera?

- Me da igual.

- Pues cuando yo te diga, abrimos la puerta y corremos hacia Estela.

-¡¿Estás loco?!– gritó Tomás.

- No, no estoy loco. Lo hago para que seas feliz. Sé que no has sido muy agraciado en tu vida, y quiero cambiarte esa suerte. Voy a por Sofía, a lo mejor nos podrá ayudar. – Se encaminó hacia una pequeña sala conteniente de un parque para niños y que estaba custodiado por dos muchachas.

- Pero, Leo, ¿y si nos pillan? No quiero tener que pagar una multa…

- No nos pillarán, y si pasa algo, yo asumo todas las responsabilidades, no tendré dinero, pero con tal de ayudar a un amigo, lo que sea.

- Gracias.

Y Leonardo fue en busca de su pequeña amiga mientras Tomás se quedaba pensando en esa mirada que hacía que el mundo en el que hasta ese día había vivido se convirtiera en un lugar hermoso y lleno de miradas hermosas y penetrantes.


Estela estaba situada en una gran habitación alargada y estrecha, como una pasarela. Se sentaba en un incómodo asiento de madera y el vestido que la habían obligado a llevar era también bastante indigno para ella. Antes de que otra persona pasase para que ésta firmase, contempló las paredes de color rosa pastel y el decorado no óptimo para un polideportivo.

- ¿Dónde firmo? – preguntó Estela con el bolígrafo dorado en la mano.

- Aquí, en medio de la mariposa.

- Vale. – Estela contempló la portada de su primer disco. Era simple, un fondo blanco y una mariposa de colores volando. Su disco se llamaba “El despertar dorado”. Firmó debajo de la mariposa y se lo entregó a la mujer que se lo había pedido. Al depositarlo en sus manos, le dedicó una sonrisa. – Gracias.

- De nada. – Y la mujer se marchó contenta de tener un disco firmado.

- Siguiente – gritó sin expresión Esteban.

- Es, ¿te importaría ponerle un poquito más de empeño a la situación, por favor? – sugirió ésta la mar de tranquila.

- ¡SIGUIENTE! – chilló con un poquito de más encanto pero con poca ilusión y le guiñó un ojo. – Lo que tú quieras cariño.

- Así está mejor. – Y otra sonrisa cruzó por sus labios.

Pero un estrépito llegó a sus oídos y al volverse para ver qué pasaba, se encontró a todas las personas echándose a los lados haciendo pasar a dos hombres bastante altos y con máscaras de carnaval que estaban andando hacia…ella.
Rápidamente, se percató de lo que pasaba. No creía que serían dos aficionados a su música puesto que ella era nueva…y tampoco la irían a matar como a John Lennon.

- ¡¿QUÉ ES ESTO?! – gritó.

Pero los hombres no la escuchaban y se acercaron más a ella. Los mayores y sus niños se apartaban bruscamente de los dos que estaban invadiendo la sala, pero antes de que Estela se pudiera defender, Esteban fue hacia ellos.

Entendió que no tenían ni disco ni nada, y parecían bastante peligrosos.

- ¿QUÉ ESTAIS HACIENDO? – chilló. -¡SABEIS QUE ESTO ES VIOLAR UN DERECHO PÚBLICO! – clamó Esteban.

Estela, aunque no pudiese ver a los dos hombres, distinguió que la sala estaba hundida de pánico.

- Sí, esto es un acto malo y desagradable. – Espetó el más alto con una voz varonil y seductora. – Pero el favor que le tengo que hacer a mi amigo me resulta más…mmm… ¿cómo lo diría? Ah, ya sé…Me resulta un honor. Y por favor, si nadie quiere ser herido, dejadnos robar unos minutitos a la encantadora Estela. – Alzó su mano en dirección de la chica, que se encontraba detrás del fornido cuerpo de Esteban.

- Jamás – susurró iracundo el novio de Estela y le arremetió un puñetazo al más bajo de los dos. Éste profirió un aullido y el que antes había hablado le asestó una bofetada a Esteban.

- No toques a mi amigo. – Vociferó.

Esteban, que posó una mano en sus labios, se encontró que estaban llenos de sangre producida por sus encías.

Mas, cuando Esteban se apartó un poco, Estela divisó que esos mismos ojos que la miraban cuando menos se lo esperaban, esos ojos verdosos que no la dejaron descansar en ningún momento, esos ojos verduscos con los que se extraviaba en sus canciones, la observaban. Eran del más bajo, que había sufrido un duro golpe, pero la miraban. Entontes Estela distinguió en vez de curiosidad, dolor. Dolor por algo, ¿por qué?

- Es… - comenzó a decir la chiquilla.

Pero Esteban la apartó de un empujón y la dulce cantante quedó atrapada en un sueño profundo.



“¿Dónde estoy?” se preguntó Estela al abrir los ojos y hallar que estaba en una habitación oscura con estampados de colores y grietas incrustadas.

Decidió incorporarse y así lo hizo. Se tocó la cabeza dolida y con el tacto encontró que una venda cubría su cabello enredado.

- Te diste un fuerte golpe en la cabeza. Ahora estás en mi casa. – Interrumpió el silencio la misma voz que hacía mucho tiempo parecía haber escuchado Estela.

La guitarrista se encontró con un joven muy alto y más o menos de su edad. Unos cabellos rubios le caían por el rostro y una sonrisa que marcaba su boca dejaba entrever unos dientes luminosos. Sus ojos se posaron en los de ella y al cruzarse sus miradas, Estela notó compasión en él.

- ¿Quién eres? – dijo susurrando a la vez que se levantaba de un sofá bastante rígido y duro.

- Pues a ver… ¿Por dónde empiezo? A sí, soy el amigo de tu enamorado. Me llamo Leonardo, encantado. – Dijo Leonardo mientras le servía a la cantante una taza de té en la mesita que estaba situada a su lado. – Supongo que te sentará bien el té.

Estela asintió, pero todavía se sentía aturdida.

- ¿Por qué me habéis secuestrado? – interrogó Estela pero más que asustada parecía tranquila; como si los dos hombres que la habían llevado a su “guarida” fueran amigos íntimos. E incluso se lo tomaba con un poco de humor.

- Esa es una pregunta la cual no estoy autorizado para hablar. Es algo sobre tú y el chaval.

- ¿Qué chaval? – se frustró por no saber nada.

- Un admirador tuyo. Sólo te diré sus últimas palabras referidas a ti – se aclaró la voz y prosiguió. – “Sus ojos hicieron que el mar de sentimientos que contenía en mi cabeza se convirtieran sólo en uno: el amor”.

Estela se quedó estupefacta al escuchar aquellas hermosas palabras salidas de los labios de

Leonardo.

- Repite – exigió.

- No, lo escucharás de la boca de Tomás. – Y se sentó junto a ella en el sofá.

-¿Tomás? ¿Es ese quién ha hecho esto? – susurró para sí, aunque Leonardo creía que la pregunta estaba dirigida hacia él.

- Digamos que ha sido la inspiración de mi obra maestra. – La miró y ésta contuvo una sonrisa. - ¿Qué?

- Nada, sólo que para haberme tenido presa dos horas eres muy gracioso.

- Pues, teóricamente sí. Pero si quieres puedes irte, ahí está la puerta. – Señaló con la cabeza la puerta y sonrió. – Pero son las doce de la noche, no creo que quieras estar sola por ahí.

De pronto, una oleada de angustia invadió el corazoncito de Estela.

- No…quiero irme… - logró decir.

- ¿Por qué? Nunca hemos hablado y supuestamente, tendrías que estar dando patadas en la puerta y gritando para que te dejara salir. – Dijo Leonardo sonriendo.
Estela vaciló, pero al pasar unos segundos de meditación, decidió contarle a ese desconocido lo que le pasaba.

- No me gusta ser yo misma… Viví de la música callejera pero Esteban me rescató de la mala fama y quiso ayudarme, yo tenía dieciséis y era tonta, me enamoré y ahora, estamos prometidos…ojalá pudiera borrar todo lo que me ha sucedido, volver a ser la huérfana que vivía de su guitarra extraviada y de los pocos euros que le dejaban en la gorra. Prefiero ser así antes que hacer cosas en contra de mis actos. – Suspiró.

A Leonardo se le cambió la cara al verla de esa manera. Sus capacidades interpretativas para mostrar alguien que no era, como un gran graciosillo, le fallaron en ese momento; colocó su mano en el hombro de la mujer y la intentó consolar.

- Lo siento Estela, no debí de hacerte esa pregunta, ¿pero, qué dirá tu prometido al no encontrarte? Yo sólo quería que Tomás y tú os conocierais y así poder hacerlo feliz. Pero es mejor que te marches ya, no sabía que estabas prometida ni nada de eso. Perdón.

- ¿Qué? ¡No! Yo quiero ver a Tomás. – Zanjó Estela.

- Pero…

Estela se levantó y fue hacia el mirador. Sin duda alguna esa era una vista bellísima, algo que no todos los días podía apreciar.

- Leonardo, la sutileza es algo que carezco, soy una pequeña persona capaz de hacer reír o llorar junto a mis canciones, pero ya está. Nunca he experimentado el amor, sólo el capricho… Y al escuchar esas melodiosas palabras evocadas de una persona y dirigidas hacia mí, cosa que ni el mismo Esteban ha hecho, han provocado que lo que llaman corazón palpite en mi interior. Por eso quiero descubrir de entre ese baile de máscaras, a ese misterioso muchacho.

A Leonardo le emocionaron las palabras. La muchacha a pesar de haber vivido en la calle, se expresaba muy sabiamente, era una mujer extraña pero a la vez extraordinaria.
Estela anduvo por la habitación hasta que algo le llamó la atención.

- ¿Dibujas? – preguntó mientras que miraba un cuaderno que sobresalía de algunas revistas viejas.

- Ilustro.

-Ah…Haber… - prendió la libreta y la abrió mientras se dirigía de nuevo al sofá. Después de unos minutos contemplando los dibujos habló. – Son…increíbles. Retratas lo real dentro de lo irreal…Asombroso.

- Gracias – dijo el aludido.

No obstante, la puerta de entrada se abrió dejando entrar a Tomás acompañado de su hermana.

Y otra vez esos ojos le recordaron a Estela el sentimiento más preciado del mundo. Esa mirada la atraía con absoluta nitidez.


Tomás abrió la puerta con la mano derecha ya que con la izquierda agarraba la de Sofía.

No le costó mucho encontrar la habitación de Leonardo, una mujer le especificó dónde era y al ser un pequeño motel, pronto supo dónde estaba la habitación de su amigo.

Al entrar en ese habitáculo con las llaves, avistó que Leonardo estaba sentado en el sofá con…ella.

Sus ojos se encontraron y otra vez se vio envuelto en una debilidad suprema.

Cerró la puerta y Sofía fue corriendo hacia Leonardo.

- ¡¡Leo!! – chilló entusiasmada la pequeña.

Éste se levantó y la acogió tiernamente.

- Hola Sofía. ¿Qué has hecho con tu hermano? - Preguntó.

- Pues fuimos a casa de papá y Tomás me dijo que me fuera al cuarto y cogiera el pijama porque hoy íbamos a dormir en una cama, ¡LEO, UNA CAMA! – La niña dirigió su juvenil rostro hacia su hermano. - ¿A que sí Tomás? – pero Tomás no la miraba a ella. – ¡Tomás! – el mecánico hacia caso omiso. – ¡TOMÁS!

La pequeña, harta de ver que su hermano no la escuchaba, encontró a quien Tomás estaba prestando atención.

Era la cantante.

Sofía creyó oportuno no interferir entre los dos.

- Leo, ¿dónde puedo dormir? – preguntó en voz queda.

Pero Leonardo hizo un gesto para que callara.

Parecía que Tomás estaba absorto en la hermosura de la muchacha. No escuchaba ni a nada ni a nadie. Era todo tan perfecto. Su oscuro cabello recogido en dos trenzas, sus finos labios color carmesí, el vestido largo que antes llevaba,... Todo cuan él había esperado del amor estaba allí, delante de él. Pero era algo mucho más intenso que el amor, ¿la pasión? ¿La dulzura? No, era algo mucho más fuerte.

- ¿Eres tú quién…? – empezó la muchacha, pero Tomás la continuó.

- Soy la persona más feliz del mundo, Estela. – Susurró Tomás.

Estela y Tomás se acercaron mutuamente; era algo extraño para los dos. Se necesitaban aunque no supieran nada, una fuerza magnética los atraía incesablemente, algo extraño y anormal hizo que los ojos de Estela produjeran lágrimas y los pies de ambos se movían al unísono. Se seguían mirando y las palmas de la mano derecha de Tomás y de la izquierda de Estela se consiguieron tocar. Era algo tierno, pero ¿qué había ocurrido para que eso sucediese? ¿Cómo podían a ver conectado de esa manera? Se decía Leonardo mientras lo contemplaba.

Y a Sofía un recuerdo le vino a la mente.

CAPÍTULO III


["The eyes of my dreams"]

CAPÍTULO III - CONCIERTO


Leonardo se sentó de nuevo en el banco que minutos antes estaba ocupado por él y su nuevo amigo Tomás. Pensando en cómo iba a poder quedar con Tomás pese a que tenía su móvil caviló en que sería buena idea sacar el folleto que tiempo atrás le había entregado el nigromante.
ESTELA SUAREZ, LA VOZ DE LA MELODÍA”

Estela, una guitarrista nata y con una voz extraordinariamente aguda, visita Cádiz. La sevillana hace sus primeros conciertos fuera de la ciudad y su música hace llorar hasta a los más rudosActuará en el polideportivo a las siete y media, acabará sobre las diez de la noche. Se puede adquirir su primer disco en el concierto, y habrá una sala donde firmará a todos los que quieran.

La verdad es que no sonaba nada mal. A Leonardo nunca le había interesado la música, al revés que su padre. Recordaba que cuando él era niño, al llegar de la escuela, su progenitor siempre tenía puesta en un reproductor de música, música clásica. Al acostarse, su padre le tocaba la música blues con su saxofón, y se dio cuenta de que no debería haber despreciado la música. En ese tiempo de reflexión anheló esos momentos en el que su padre le contaba una historia por medio de la música o cuando creaba una nueva melodía y con su saxofón se exponía al jardín para disfrutar del sonido de la naturaleza fusionado con el de su instrumento. Lloró interiormente por no haber apreciado todo lo que tenía cuando no era más que un crio.

“Recuerda que la música es el aura de toda imaginación” le solía decir su padre al acostarlo.

Suspiró y de pronto, se encontró con un silencio absoluto a su alrededor.

Al mirar a la plaza no divisó a nadie, a lo mejor sería porque ya habría acabado el mercado. Miró su reloj y eran las cinco menos veinte. Antes de quedar en la plaza de nuevo con Tomás, prefería llegar al motel y cambiarse de ropa, aparte, así podría despejarse un poco sobre el pensamiento de la muchacha dorada.

Y otra vez se encontró andando por las angostas aunque iluminadas calles del pueblo. No había nadie en las calles, pero eran las cinco, a lo mejor estarían durmiendo.

Pensó en el corazón que habitaba en su humilde caja torácica, todavía seguía con esa pólvora y estornudaba a causa del fallecimiento de su padre; pero un presentimiento hacía de antibiótico y

Tomás meditó en que sería buena idea estar en aquel lugar, a lo mejor el amor sería el remedio de su desfallecimiento.

A lo mejor el amor era la vacuna del virus de su corazón.

A lo mejor…

Desechó rápidamente esa idea de su cabeza. No quería llorar más por nadie y pensó que sería mejor que nada más que Tomás le arreglase su problemático coche, se iría de allí. No quería tener amigos, ni tampoco quería enamorarse de una mujer que mataba a hombres.

Llegó como un espectro a su habitación. Estaba reventado pues le estaban sucediendo demasiadas cosas a su corazón, y la pólvora parecía que aunque no se extendiera le advertía de que algo malo iba a suceder y así poder extenderse hasta crear un campo de rosas espinosas en el pequeño corazón de Leonardo.

El joven se echó en la cama y colocó sus brazos detrás de su nuca. Clavó la mirada en la bombilla solitaria que pendía del techo y sonrió para sí.

Comenzó a meditar sobre sus nuevos amigos; la juventud de Sofía, que aparentaba más o menos cinco o seis años, hacía que los verdosos ojos de Tomás se encendieran como en la oscuridad una vela. La niñita parecía que absorbía con sus rizos dorados a todo lo que le rodeaba. Era una niña que parecía ser diferente, única; su don para facilitar a las personas ser más felices la hacía especial; y sus ojos azules parecían inocentes, aunque detrás de esa inocencia hubiese algo de dolor. Tomás era su hermano, se parecían muchísimo, excepto en que él era el que captaba las ordenes y la hermana la que las mandaba. Pero los dos eran inocentes y los dos eran graciosos; al ver la hora de casualidad, se acordó de que posteriormente tendría que volver a la plaza y era para ver ese concierto del que tan bien le habían hablado.

Se irguió y buscó entre el armario alguna vestimenta medianamente formal.

Tras pasar varios minutos decidiendo si era mejor escoger la camisa blanca o la negra, se dispuso a ir al cuarto de baño para poder afeitarse.

Sus grandes zancadas hacían que un polvito cayera del techo del cuarto de baño. Se echó agua en la cara y con una mano cogió el bote conteniente de espuma; la extendió por la zona que luego iba a afeitar.

Su cara quedó libre de la espuma y se la secó con una toalla verde que se situaba en el perchero del lavabo.

Otra vez mostró su semblante ante el espejo y pese a que ya estaba sin barba, tenía unos pelos enmarañados. Se pasó en vano el peine por el espeso cabello hasta dejarlo más o menos aceptable.

Fue hacia la puerta y asió el chaquetón que al menos, le daba un aspecto más sensato.


Tomás no paraba de moverse. Acababa de llegar al polideportivo y después de encontrarse con un escenario improvisado y una variedad de cables parecidos a culebras que se enredan por las piernas, se dio cuenta de que era allí donde sería el concierto.

Mientras esperaba en la gran cola, atisbó qué una muchacha de unos diecinueve años, subía por unas pequeñas escaleras hasta sentarse junto con una guitarra enfundada en un pequeño banquito.

Un pie lo colocó en la posa pies del banco, y otro en el suelo. Extrajo una reluciente guitarra de la funda, y comenzó a afinarla.

Al terminar, Tomás apreció los dedos largos de la joven moverse ágilmente por los trastes hasta convertirse en un acorde. La mano con la que rasgueaba tenía ligeramente las uñas más largas, y al escuchar el sonido que evocaba los gruesos labios de la chiquilla, supo que era la voz más melodiosa y más perfecta de todas. Era fina y aguda, las “a” se quedaban suspendidas en el aire y su canto tenía un tono bastante alegre. El rostro de la guitarrista parecía concentrado en la guitarra y por culpa de eso, su oscuro pelo le ocultaba la mitad de su semblante. Tomás se quedó estupefacto y comprendió que sin duda, él era un niñato con rastras al lado de esa diosa que parecía ser muy madura y era demasiado hermosa.

Y de pronto, las miradas de ambos se encontraron. La mirada de la cantante era seductora y unos grandes ojos marrones invadían la vista de Tomás, que éste se mostraba expectante ante ese encuentro.

La joven apartó la mirada y el adolescente se mordió el labio inferior aunque seguía mirándola.

- ¡Chico! ¡No te duermas en laureles, por Dios! ¡La cola se está atrasando, chiquillo! – le gritaba al oído haciendo despertar a Tomás de su ensueño, un hombre bajito y ancho.

- ¡Oh, perdóneme! Estoy últimamente un poco despistado y…

- ¡…Y la cola! ¡No hable más y pase, que le toca! – cortó y zanjó el hombre.

Pero, antes de que Tomás se pudiera enfrentar a la dependienta de gafas de culo de vaso y piel surcada por arrugas, miró otra vez donde estaba la mujer guitarrista.

Y ahí estaba, cantando una melodiosa canción en inglés y haciendo danzar su corto pero de intenso negro cabello.


- Son las seis y media, ¿dónde estará Tomás? – decía para sí mismo Leonardo entre dientes.

Divisó que por una calle venía un par de personas. Supuso que eran los dos hermanos por la diferencia de altura y porque se daban la mano.

Y en efecto, eran Sofía y Tomás, que parecían haberse cambiado de ropa.

- ¡Hola! – dijeron los hermanos al unísono.

Leonardo les saludó con la mano.

Encontró que Tomás estaba bastante nervioso puesto que una mano se estaba vibrando rápidamente.

Hizo caso omiso de ello.

- ¿Por qué habéis tardado tanto? – preguntó enfadado Leonardo.

La niña se encogió de hombros y señaló con la mano libre la cara de su hermano.

- Se ha entretenido en el polideportivo, yo estaba en casa y cuando vino me cogió de brazos y no me soltó hasta que pasó muchííííííííííísimo tiempo. – Espetó Sofía con el ceño fruncido.
Tomás se sonrojó.

- La verdad es que sí, me entretuve un poco…

- Y también te has arreglado bastante – puntualizó Leonardo. Éste le sonrió y Tomás se ruborizó más. – ¿Es esta tu verdadera identidad? Nunca lo hubiera dicho.

Tomás lo fulminó con la mirada, pero se dio cuenta de algo distinto en Leonardo.

Pero al mirarle más detenidamente, inquirió algo.

- ¿Qué hay de tu barba?

- Me afeité, algo que hacen mucho los mayores.

- Joder, pareces más joven macho. – dijo Tomás.

- ¿Cuántos años crees que tendría? Vamos, tengo dieciocho, nada del otro mundo.

- ¿Dos años más que yo? – comentó Tomás asombrado. - ¿Y te vistes y hablas así para lo joven que eres? Dios mío.

Leonardo rió y luego, prosiguió:

- Todo lo que sé se lo debo a la biblioteca. Dejé el instituto a los quince y me interné en la biblioteca por las mañanas. A sí que, ya sabes.

Los dos notaron que algo les aporreaba las piernas. Era Sofía que otra vez estaba mosqueada.

- ¿Vamos ya? Quiero jugar con mis amigos. – Dijo con su voz de pito enfadada.

Los dos intercambiaron una mirada, y con una sonrisa, cada uno cogió la mano de la niña y se encaminaron al polideportivo.


“Estela, tranquila, son pocas las personas que se encuentran allí a fuera. Tranquila Estela, tranquila.” Se decía Estela mientras se retocaba el maquillaje.

La cantante se encontraba sentada en su camerino cuando un chaval con un micrófono en la mano abrió la puerta sin llamar.

- Estela, el escenario está listo. Adelante cariño, cómete el mundo como tú sabes. – Y el chico le guiñó un ojo.

Estela se levantó y cogió las asas de su guitarra. Hacía poco que había ensayado en el escenario y unos ojos de un adolescente la desconcentraron. Eran verdes como el color del musgo, pero eran bonitos. Rememoró cuando la mirada del chico estaba invadida por una curiosidad absoluta.
Sintió un escalofrío.

- De acuerdo, Esteban. – Se levantó de su asiento y fue hacia su enamorado, depositó un suave beso en los labios de éste y se marchó por el pasillo hasta llegar a la puerta que la conducía hacia el escenario. Mientras caminaba, su pensamiento se dirigía hacia el amor que compartía con Esteban. Al principio le gustaba mucho, pero eso fue hace ya tres años, cuando solamente era una cría de quince. Ahora no sentía lo mismo por Esteban como antes, pero era su fiel amigo y no quería molestarle.

Respiró hondo, y cambiando su cara preocupada por una más alegre, abrió la puerta y subió al escenario.

Zarandeó suavemente su cabello terminado en punta que le llegaba por el nacimiento de la nuca y se sentó nuevamente en el escenario. Distinguió que había a su alrededor muchas sillas ocupadas por transeúntes. No diferenció mucho más, sólo que media población estaba sentada y esperando mientras comía palomitas, a la voz de Estela.

La muchacha sacó suavemente su guitarra y, como ya la había afinado antes, se dispuso a tocar.

La relajaba el suave son de la música. La despejaba de un mar de helechos colocados en su mente para que nada pudiera entrar ni salir de ahí. Su canto surtía el efecto de laxante y sus ojos cerrados la armonizaban pero decidió abrirlos aunque eso estuviese fuera de sus principios.

Y al abrirlos vio algo.

Unos ojos…

…Unos ojos verdes y muy familiares que de pronto invadieron su mente.

De repente, se dio cuenta de que su guitarra desafinaba, y aunque su voz todavía siguiera firme, ya no sonaba tan melodiosa como antes.

Volvió a cerrarlos.


Muy cerca de donde la maravillosa guitarrista se encontraba, estaba Tomás.
Saboreó que en unos segundos interminables para él, las miradas de la muchacha y el mecánico se cruzaron.

Sus ojos lo hacían olvidar todo en cuánto él tenía malo en su mente. Los continuos insultos de su padre, las noches pasadas fuera de su casa junto a su hermana en el parque, las peleas, los llantos, el desamparo…

Esa sola e íntima mirada que compartieron ellos dos hizo que a Tomás se le olvidase, todo.

Y después de un largo rato contemplando su esbelta figura llena de trapos des conjuntados, Tomás decidió cerrar los ojos y disfrutar de esa sensación que no le producía desasosiego, sino todo lo contrario.

A su lado se encontraba Leonardo, que como era más alto, cogió a hombros a la pequeña Sofía y como estaban todos de pie, comenzaron a ladear su cuerpo. A Leonardo le satisfacía la música de esa muchacha.

Era tranquilizadora y su guitarra componía miles de sonidos que la aguda voz de la mujer no alcanzaba.

Hacía tiempo que no disfrutaba de un conciertillo sólo por el hecho de los estudios.
Le gustó mucho la manera de expresarse de la chiquilla con su rostro. Ponía ímpetu a cada nota y parecía sacrificar su vida cuando algo malo pasaba en su canción.

- " ...Finally, the heart slept..." - finalizó la muchacha y un mar de aplausos invadió la sala. Estela se sintió muy aludida. Todavía no había abierto los ojos pero percibió que miles de ojos se clavaban en su rostro. Se acercó el micrófono a la boca y abriendo los ojos, habló:

- Querido público, hoy me es difícil expresar todo el agradecimiento que tengo hacia vosotros. La simpleza de estar aquí obteniendo miradas llenas de los sentimientos que he querido dar a entender con la música me ha dejado fascinada. Éste es el único conciertillo que daré aquí en Costa Romana y me ha encantado compartir estos momentos con vosotros. Pero antes de irme, quienes vayáis a comprar el disco, seguid a Esteban – y señaló al que poco antes de comenzar la actuación, había hecho de presentador. Los dos se intercambiaron una mirada, aunque con diferentes sentimientos – y allí os esperaré para la firma de éstos. Gracias por recibirme. – Les dedicó a todos una hermosa sonrisa la cual contenía unos centelleantes dientes perfectos.

Enfundó de nuevo la guitarra, pero antes de marcharse a su camerino, dirigió la vista hacia el público. O sabía cómo ni por qué pero ansiaba con ver esos ojos verdes.

Pero no se encontraban…

¿…Dónde estaban?

capítulo II


[...And you heart fell in the floor...]

CAPÍTULO II

Se despertó profiriendo un ruido de susto. Había tenido una pesadilla y se acordaba perfectamente de cada detalle del sueño. El aullido hizo que se sentara en la cama con los pies tocando el suelo, y se pasase la mano por su cabello ahora sudoroso. Suspiró y rápidamente se calzó y anduvo hasta el gran mirador.

Despejó las cortinas, y Leonardo se cegó con la luz solar que atravesaba su somnolienta mirada.

Al percibir ese rayo de luz rápidamente cerró las cortinas, dejando un matiz oscuro. Arrastró los pies hasta la cocina, donde calentó un poco de leche al baño maría. Se sirvió en una taza publicitaria y se sentó en un taburete frente la mesita que se situaba en medio de la cocina.

Mientras soplaba el ardiente líquido, pensaba en lo sucedido de aquella noche. Simplemente, el hecho de enamorarse a primera vista le había trastornado un poco. Nunca había tenido ese sentimiento. Era absurdo, se decía.

- ¿Y sí fue un sueño? – se dijo. - ¿Y sí era parte de la pesadilla?

Decidió no pensar más en eso, quería explorar un mundo, no enamorarse.

Había terminado de beber, y la taza publicitaria la dejó en el fregadero.

Se vistió y apresurado asió su móvil y las llaves. Salió de la habitación y bajó las escaleras para posteriormente ir a recepción y dirigirse a la recepcionista.

Dejó las llaves en el poyete y se marchó del motel.

Una vez a fuera se preguntó lo primero que tendría que hacer y como tenía poco dinero prefirió ir al banco a sacar un poco.

Por suerte, su memoria fotográfica hizo que recordase el mapa callejero del pueblo y gracias a su astucia se dirigió hacia allí.

Leonardo iba tranquilamente paseando y mientras caminaba por el centro del pueblo observaba detenidamente las blancas casas adosadas que rodeaban la calle. Era hermoso ver aquello, y un aroma a flores de las ventanas le traía recuerdos de cuando visitó una vez Granada, en compañía de su padre, claro. Una ráfaga de viento lo atrapó por detrás llevándose consigo la polvareda del asfalto, hecho de piedras. Leonardo respiró suavemente y se sintió libre. Por una vez podría estar tranquilo en algún lugar. Sabía que estaba en La Calle Mayor y tenía que llegar a la calle de La Reina, no quedaba mucho así que aminoró el paso pudiendo disfrutar de la brisa y ver a las parejas enamoradas pasear o a las familias que van a tomar el desayuno, o simplemente a los abuelitos paseando a sus yorshire terrier.

En una de sus miradas hacia la gente, Leonardo divisó que una niña iba paseando en la misma acera que él junto a un chaval que supuso que sería su hermano mayor. La niña iba sonriente puesto que tenía un globo rosa, la chiquilla estaba muy feliz por tener su globo rosa.

- Tomás, ¿has visto que chulo es mi globo rosa? – escuchó Leonardo decir a la niña.

- Sí Sofía, es precioso. Anda, apártate que va a pasar este señor. – Indicó el que era su hermano.

Leonardo no creía que le hubieran llamado señor. Señor, eso es de persona mayor, él era un joven de dieciocho años que acababa de empezar su aventura de explorar el mundo – aunque su coche se hubiera averiado – pero al llevarse la mano a su boca, notó que una barba de unos dos días surcaba su rostro, era algo extraño puesto que el día pasado no lo había notado mucho, sólo pinchitos.

- Jo Tomás, no me haces ni caso. – Dijo la niña enfurruñada.

Y al apartarse la niña, casualmente otra ráfaga de viento inundó la calle dejando que el pequeño globo rosa de ésta danzara acompañando a la ráfaga y haciendo que la niña propusiera una cara de tristeza y comenzara a llorar.

- ¡Tomás! ¡El globo se ha ido! ¡Yo quiero mi globo, Tomás! – Lloraba la niña. Leonardo que se sentía un poco culpable, se paró y junto a Tomás, los dos se agacharon para atender a la niña.

- A ver, Sofía, tampoco es para exagerar. Mira, si quieres volvemos al hombre y le compramos otro globo, ¿te parece? – explicó el chaval con dulzura y agregó mientras le quitaba las lágrimas con los dedos. – Anda, que las niñas que lloran se ponen muy feas, y tú eres muy guapa.

Tomás miró a Leonardo con suspicacia, y al darse cuenta de ello, Leonardo le dijo que nunca había visto a dos hermanos quererse tanto, que cuando estaba en el colegio, todos los hermanos se pegaban.

- Oye ¿Tú no eres de aquí, verdad? – espetó Tomás.

- No, vengo de Valencia, estoy aquí para ver Cádiz, me han comentado que es preciosa – y luego miró a la pequeña Sofía. – Tan hermosa como esta niña que no debe de llorar. – Y le cogió la nariz con dos dedos.

La pequeña, a pesar de que todavía alguna lágrima se derramaba en su bronceada piel, sonrió dejándole ver a los dos jóvenes una dentadura con mellas.

Tomás rió y luego, miró a Leonardo asombrado.

- ¿Cómo lo has hecho? Mi hermana cuando llora no para hasta que le demos lo que quiere. – Y miró hacia el cielo. – ¡DIOS MÍO, ES UN MILAGRO! – ironizó.

Y los dos estallaron a carcajadas.

- Soy Leonardo Muriel – el susodicho le extendió la mano y Tomás se la estrechó.

- Tomás García, y este bicho que ves no es más ni menos que mi hermanita Sofía García.

La niña, que ya había dejado de llorar, mostró una sonrisa en su infantil rostro y se movió para los lados con las manos cogida por detrás, el vestido que llevaba puesto se movía al unísono junto a la niña.

- Encantado, Sofía. – Se dirigió de nuevo a Tomás – ¿A dónde ibais? – le preguntó.

- Íbamos a la escuela de natación para inscribirla, pero como a la bonita se le ha escapado el globito, pues ahora tendremos que volver al hombre que estaba haciendo propaganda. ¿Quieres acompañarnos?

Leonardo lo pensó durante unos segundos, y decidió que era buena idea.

- Vale, pero tengo que pasarme por el banco, la cartera me grita, quiere que le dé de comer.

La pequeña rió y los dos jóvenes se levantaron. Tomás cogió de la mano a la niña y Leonardo metió las suyas en los bolsillos. Los tres caminaron hacia el banco y, al sacar Leonardo el dinero, se encaminaron hacia el hombre que los repartía de propaganda.

- ¿Y dónde decías que estaba lo de los globos? – preguntó Leonardo.

- Está en la plazoleta. Tío, ese sitio es alucinante. Venden de todo. DE TODO…- Leonardo no quería más información, nada más la respuesta a su pregunta, pero vio que Tomás cogía confianza rápidamente.

“Y pensar que me miraba mal”.

Los tres llegaron a la plazoleta. Los niños corrían alrededor del pozo que se situaba en el centro y mujeres y hombres estaban andando tranquilamente mientras veían y compraban en los puestos situados en los alrededores, también había algún que otro payaso haciendo grandes pompas de jabón.

A pesar del viento, el sol estaba bien puesto en el cielo y no parecía que era como el día anterior.
Sofía zarandeó el pantalón de su hermano, y éste un poquito molestado le atendió.

- ¿Qué quieres, Sofía? –suspiró.

- Tomás, he visto a Sergio, y a Marta, y a Luna. ¿Puedo jugar con ellos? Mira. – Y señalando con un dedo le indicó a Tomás dónde se encontraban sus amigos. Ah, no te olvides de coger el globo, ¿vale?

- Vale Sofía, ahora voy. Anda, corre con tus amigos, pero no te vayas muy lejos, ¿de acuerdo?

-Sí…– la vocal la extendió y al darle un beso en la mejilla de Tomás, la niñita desapareció.
Tomás suspiró.

- Mira, ¿has visto ese puestecito en el que hay un hombre gritando? – Leonardo asintió. Veía un puesto de colores vivos y un hombre con un gran bigote, como el de un circo, sus lentejuelas resaltaban a la vista y su sonrisa parecía grapada. – Pues ahí es donde se consiguen los dichosos globitos. Vamos rápido antes de que se ateste de gente, dicen que va a ver una actuación de una muchacha guitarrista. Parece que es una famosilla en Sevilla.

Los dos se dirigieron a ese puestecito que presidía el hombre rechoncho y con mofletes muy colorados.

- ¡Todos y todas! ¡Compren entradas para la sinfonía de Andalucía! ¡Se quedará poco tiempo aquí y volverá a Sevilla pronto. ¡Corran! ¡Aquí podrán adquirir las entradas! – Gritaba sonriente el hombre.

Dos muchachillas se acercaron y cogieron dos folletos que contenían información sobre la muchachilla que iba a actuar. Leonardo y Tomás se dirigieron también allí, y el segundo les echó tal mirada a las chiquillas que éstas se fueron riéndose y mirando hacia atrás dándose codazos.

- Las tengo a todas loquitas –habló Tomás en voz queda. – A todas.

El hombre se dio cuenta de que los dos estaban en frente del puesto y rápidamente, se colocó unas gafas de culo de vaso.

- ¿Queréis entradas? – preguntó el hombre con una sonrisa. Su acento sevillano era bastante fuerte, pero le daba gracia a esa figura.

- No, la verdad, queríamos sólo un globo. Pero gracias de todos modos. – Explicó Tomás.

Leonardo se sentía un poco entristecido por aquel hombre, parecía no vender nada.

- Yo compro una, ¿cuánto cuestan? – Exclamó éste.

La sonrisa que tenía el hombre se multiplicó, y los destellos que desprendían sus ojos eran un poco exagerados.

- Muchas gracias, que Dios te acompañe. Cuestan cinco euros cada entrada. – Cogió un folleto y se lo dio a Leonardo. – Ahí te dice dónde está y cómo llegar. Te va a encantar, lo sé.

- Pero…Leo… ¿vas a comprar una entrada? – le susurró consternado Tomás. – Si la compras, no podremos quedar esta tarde…

- ¡Es cierto! Mire señor, quiero dos más, por favor. – Y le dedicó una sonrisa a Tomás. Sacó su cartera y de ésta cogió quince euros. – Tenga.

El hombre, sonriente por su negocio, le dio las entradas.

- Gracias por su compra… ¡Ah! Se me olvidaba. – El varón se dio la vuelta y agarró un globo. Se lo entregó a Tomás y éste le sonrió complacido.

Los compradores se despidieron del vendedor y compraron una bolsa de pipas.

- ¡Sí señor! ¡Tú eres legal! Vamos, me pregunto cuánto dinero tendrás en la cartera.

- ¡Anda! No exageres, lo heredé. Mi padre tenía algo ahorrado y al morir me lo dejó todo… - Evocó un suspiro al terminar la frase.

- ¿Tu viejo murió? Vaya tío. Lo siento. Yo estoy deseando que el mío lo haga también. Ese… - en la última frase aún no acabada gruñó.

- ¿No quieres a tu padre?- interpeló el valenciano.

- ¿Querer a un hombre que maltrata a tu madre y por poco te quita los ojos? – escupió las cáscaras de las pipas. – Ni soñarlo.

- Pero es tu padre, ¿no?

- Una cosa es que sea mi padre, otra cosa es que se comporte como tal, cosa que no hace.

Los dos se sentaron en un banco y el silenció los invadió durante algún minuto pero Tomás rompió el hielo mientras miraba a su hermana.

- ¿Por qué has venido aquí?

Leonardo se encogió de hombros y lo miró.

- Supongo que quería empezar mis viajes con algo normalito. Además, no me gusta ir en avión y lo único que tengo como medio de transporte es un viejo polo que se ha quedado atrancado en las afueras del pueblo. Creo que necesitaré un mecánico…
Tomás lo miró, asombrado.

- ¡YO SOY MECÁNICO! Bueno, la teoría no me la sé, ¿pero para qué sirve?... – y otra vez de vuelta a los comentarios que no le interesaban a Leonardo y que sólo asentía para complacer. – Y bueno, ¿quieres que te ayude?

- ¡Claro! Seguro que lo harás genial. Pásate pasado mañana por el Motel la sonorísima, ahí vivo yo.

Inesperadamente, un escalofrío recorrió el cuerpo de Tomás y empezó a tartamudear algo:

- ¿La-la-la so-sss-so-norísima? – especuló.

- Sí. ¿Qué le pasa? – preguntó. Y su subconsciente le advirtió lo que le había sucedido la noche pasada, lo de la muchacha, ¿y sí a lo mejor no fue un sueño?. – Te refieres a esa chiquilla…

-Sí. A esa chiquilla. La muchacha dorada la llaman los marineros. Nadie sabe quién es ni qué pasó con ella ni cómo vino. Creo que nada más que lo saben los vagabundos de las orillas. – Y susurró - Yo que tú no me acercaría a ellos. Una vez hablé con uno y me dijo que poseía poderes. Pero lo de la muchacha dorada es cierto. Lo juro.

- Vale, te creo y tranquilo, no me juntaré con ellos. – Se estiró y levantó. – Y si no te importa, iré a dar una vuelta por la plazoleta. Creo que tú y tu hermana os teníais que ir…

- ¡VERDAD! Tío, me salvas la vida cada dos por tres. Bueno, me voy a llamar a Sofía. Éste es mi número de teléfono, a las seis aquí, en la plazoleta, ¿no?

-Sí.

- Bueno, me tengo que ir, adiós.- Y corriendo mirando hacia atrás se despidió de Leonardo con la mano. Luego volvió la mirada hacia delante y gritó el nombre de Sofía.
Leonardo rió.

- Es un buen chico. Tontillo, pero bueno…

Y recorrió la plazoleta pensando en ese concierto al que iba a asistir junto a sus dos nuevos amigos.

Capítulo I


Era una sala oscura. Constaba de un recibidor de madera y encima de éste estaba situada una lámpara que evocaba una luz amarillenta, las escaleras que daban a las habitaciones estaban fijadas al lado derecho del fondo y las paredes estaban cubiertas de estampados floridos aunque magullados.
Una mujer de mediana edad con canas, rechoncha y de carácter odioso, estaba sentada en la silla que daba al escritorio. Leía una revista con tedio.

El estrépito de la lluvia y rayos hacía que la mujer se alegrara; si llueve, más parejas desamparadas necesitarían cobijo y buscarían un motel cercano, se decía la recepcionista con una mueca de felicidad.
Pero un ruido provocado por el rechinido de la puerta la despertó de su pensamiento. Un nuevo cliente había llegado.
Parecía un hombre alto y delgaducho. No se le distinguía ni su cuerpo ni su rostro, puesto que tenía un gran abrigo negro y unos pantalones oscuros cubriéndolo entero. El hombre llevaba una maleta de ruedas en la mano y éste se dirigía hacia la mujer.
-¿Qué desea?- preguntó con un tono amargo pero a la vez interesado en su voz.
Conforme se acercaba el hombre, ella pudo observar que se trataba de un joven de unos dieciocho años. Sus ojos estaban cubiertos por unas gafas, pero captaba unos labios gruesos y una nariz aguileña en él.
-Soy Leonardo Muriel. Reservé una habitación aquí, en La Sonorísima. Mírelo en el ordenador- Leonardo parecía mostrarse seguro de sí mismo. Su voz era penetrante y grave. Una voz que a cualquier mujer le quitaría el aliento, pero no a ella. Las últimas palabras las pronunció mientras se quitaba la capucha del chaquetón y dejaba al descubierto un cabello rubio que le llegaba por la mandíbula.
La recepcionista buscó en el ordenador el nombre de ese chaval y lo encontró.
-Usted pidió la reserva el veinte de enero para el veinticinco de julio. ¿A qué viene tanta antelación? Me había extrañado que obtuviera una reserva. Hace tiempo que nada más que la gente venía de paso.-Mientras hablaba, la mujer se puso las gafas y lo miró mejor.-Deme el carnet de identidad y quítese las gafas, por favor.
El joven asintió y de un bolsillo de su chaquetón perlado por la lluvia sacó una cartera. Abrió ésta y extrajo el carnet de identidad. Se lo entregó, acto seguido se quitó las gafas. La recepcionista pudo ver que los tenía color café con leche. Pero en su mirada atisbaba compasión y dulzura. Algo que no se veía muy a menudo en las personas de su edad.
Mientras ésta lo observaba con más detenimiento y apuntaba sus datos en la libreta Leonardo le respondió a la pregunta que dijo ésta hace unos segundos:
- Me gusta viajar. Hago reservas pronto para poder preparar mis excursiones e informarme de la zona a la que voy. –Como si nada, como si ellos dos se conocieran desde hace bastante, el chaval se mostró sincero ante la mujer.
- Vale – especuló ésta con voz apena. Movió la silla hacia atrás y de una especie de tablón donde contenía las llaves de las habitaciones cogió la que en ese año no se había usado puesto que estaba reservada, por él.-Aquí tiene. Sube las escaleras y se encontrará con un pasillo. La habitación que se encuentra al fondo es la suya.-Le entregó las llaves con ademán despreocupado y, otra vez, la mujer se sumió en el cotilleo de la revista.
- Al menos, deme su nombre. Voy a estar un buen tiempo aquí.- Le interrumpió Leonardo, que se acomodó en el poyete y al dirigir la vista la mujer hacia él, ella pudo ver una chispa interesante en sus ojos marrones.
- Matilde, hijo mío. Matilde- como si no hubiera hecho Leonardo la pregunta, Matilde se relajó en la silla de cuero y de nuevo leyó su revista.
- Adiós- dijo el muchacho, pero Matilde no le escuchaba ya.

Leonardo comenzaba a subir las escaleras de madera que crujían por su peso y el de la maleta que llevaba. Llegó al pasillo y avistó su habitación.
- La veinte- suspiró.
Con pasos pronunciados Leonardo llegó a su cuarto, la habitación veinte. Dejó su maleta aparcada en la pared estampada, y con la llave, abrió la puerta.
Cogió la maleta de nuevo y penetró en el cuarto. La habitación era vieja, muy vieja. Lo primero que miró fue el color de las paredes. Eran blancas y las grietas las surcaban como ríos, dejando que éstas tuvieran un matiz más antiguo. Distinguió que era un loft.
Nada más entrar, se encontró con la cocina. Era un cuadrado que se encontraba a la izquierda de la puerta. Constaba de una mini-nevera, una encimera, al lado se situaba el fregadero y arriba estaba colocada una pequeña estantería fijada a la pared, con una cubertería barata.
El armario de madera seguía a la cocina, y que lindaba con una cama individual de sábanas blancas; un plumero marrón oscuro se posaba encima de ésta. Un ventanal se hallaba en el lugar de la pared, en frente de él y las vistas de la costa de Cádiz le llenaban de ilusión y alegría.
La verdad es que merecía la pena ir allí. Su viejo panda no estaba en condiciones de recorrer un trayecto tan largo y lo tuvo que dejar a medio camino sacando su bicicleta y recorriendo lo que quedaba de trayecto.
Fue hacia la cama y colocó bruscamente la maleta encima de ella. La abrió y empezó a sacar sus pertenencias. La ropa la colocó en el armario. Las camisetas en una repisa, los pantalones en otra, y las camisas en el perchero.
Al sacar el móvil, el ordenador portátil y todos esos aparatos electrónicos, Leonardo encontró un pequeñísimo baúl. Su baúl. Bueno, el de su madre.
Recordó que su progenitor le comentó un día que el baúl era como el corazón de su madre, allí tenía guardados todos sus recuerdos a pesar de su miniatura.
Ella perdió “su corazón” el veinte de enero de mil novecientos noventa y ocho, el día de su nacimiento. Ella era una adolescente de dieciséis años, murió justamente después de dar a luz puesto que tenía una corta edad y eso le jugó una mala pasada. La familia de la muchacha no quiso ni ver al bebé. Según ellos, ese “engendro mató a su pequeña”. El padre de Leonardo, Cristian, se tuvo que quedar con él. Un joven de veinte años con un recién nacido.
Los primeros años dejó los estudios para encargarse del pequeño. Pero conforme iba creciendo, el padre comenzaba a estudiar, a vivir la vida; y a vivir la noche también. Diríase que el niño se independizó con una temprana edad. Los estudios los tuvo que sacar él solo y su padre, de vez en cuando, jugaba con él a cosas que a Leonardo no le interesaba. El chico prefería estar explorando en vez de jugar al fútbol. Pero a su padre le gustaba, y él no iba a decepcionarle, nunca.
Cristian cayó enfermo y antes de estar en lecho de muerte le confió a su hijo el pequeño corazón de su juvenil madre que le regaló él. Un baúl que nunca se había abierto; pequeño y de madera oscura. Lo había guardado hasta que Leonardo cumplió los dieciocho, y justamente falleció. Leonardo heredó todas las pertenencias de su padre y al tener mayoría de edad, hizo una vida independiente.
Mientras recordaba esa infancia tan triste, Leonardo se sentó en la cama. Acariciando la gorra se acordó de que tenía una foto de sus jóvenes padres. La sacó de la maleta y la vio. Visualizó a su padre, rudo y fuerte. Y a su madre, ágil y delgada. Los dos con tonos acaramelados en sus ojos; y los dos con una camiseta negra. La madre de Leonardo, Susana, era una mujer tremendamente hermosa. Un cabello rubio le caía por los hombros y su nívea piel resaltaba aún más sus ojos color café. El cuerpo menudo de ella se acomodaba bien a su ropa y los vaqueros le hacían más alta de lo que en realidad era. El padre de Leonardo siempre le dijo que se parecía mucho a él, pero Leonardo no le creía. Su madre era una belleza, y él, un tumor que la mató.
Su padre; en la foto, tenía unas gafas y, en los ojos de éste, se percibía una dulzura que no cabía ni en un corazón. Su mirada era penetrante y hacía que las muchachas suspiraran. Sus fuertes brazos agarraban a Susana por la cintura y una tímida sonrisa se asomaba por sus labios. Leonardo sonrió. Su padre era todo un intelectual, algo que a mi madre le encantaba.
Terminó de colocar las cosas en su sitio. Caminó hacia el gran ventanal y aunque los rayos centellearan, el paisaje seguía siendo hermoso. El mar, con toques verdosos aunque se distinguiera la arena debido a su transparencia, hacía que Leonardo quisiera bajar y darse un baño con la luz de la luna y los rayos. Esa idea le hizo pensar. Lo haría, se daría un baño. Pero cuando parara ese mal tiempo. Esperó unas cuantas horas, y al ver que los rayos se escondían cogió una toalla y el bañador. Se dirigió al cuarto de baño, que afortunadamente estaba cerrado y se situaba en el lado derecho de la casa. Abrió la puerta y salió; la cerró con llave y se fue.
Al tocar la arena pudo añorar esos recuerdos junto al agua de Valencia. Olió el suave frescor de la playa.
Comenzó a correr, tirando la toalla y descalzándose. Al llegar a la orilla se tiró de cabeza y, afortunadamente, no se golpeó con ninguna roca. Leonardo era muy impulsivo y no se daba cuenta de sus actos. Comenzó a nadar, a nadar y a nadar. Eso le reconfortaba, le tranquilizaba.
Pero conforme nadaba recordaba los instantes vividos con su padre. Su corazón se tensó y tocó su pecho; la pólvora del amor había traspasado su corazón hasta quedarse incrustado en él, dejando al pobre dolorido y confuso.
Tras pasar un tiempo conteniendo la respiración dentro del agua a la vez que pensaba en su entristecido pasado vislumbró una figura en la orilla. Distinguió que era una mujer con un vestido blanco. A causa del viento, su prenda se movía con mucha intensidad a la vez que el pelo de ésta, color azabache. Leonardo vio la cara de la mujer. Era una muchacha, y miraba con unos ojos dorados hacia el horizonte. Éste, cautivado por esa belleza sobrenatural, nadó hasta su encuentro. Llegó a la orilla y contempló mejor su figura. Sintió ganas de tocarla, besarla. La chiquilla dirigió sus ojos hasta los del joven. Tenía una mirada melancólica pero apasionada. Hipnotizó a Leonardo con su rostro pálido y menudo. Sus labios rosados lo obsesionaron; y éste, al llegar hasta ella, la cogió por la cintura y la miró a los ojos. La muchacha los cerró y una suave caricia recorrió los labios de Leonardo. Sintió su fragancia, un olor a violetas. Él le respondió con otro beso, más apasionado, y los labios de ambos comenzaron a moverse al unísono.
¿Quién eres?-preguntó cuándo se separaron sus labios; todavía acalorado por el beso.
Soy, soy, soy-repetía la joven. Leonardo distinguió que su voz se repetía como eco.
- Amor. Por favor; al menos, dime tu nombre- le cogió el rostro con sus grandes manos y la obligó a que su triste mirada se clavara en él.
Tienes unos ojos…familiares… -razonó la chiquilla con una sonrisa en sus labios.- ¿Eres tú? ¿Eres la persona a la que he amado toda mi vida?-preguntaba la joven. Su voz parecía albergar esperanzas, aunque sonara en eco.
- No sé. Pero sé que me he enamorado de ti. No sé cómo, ni porqué, pero así es- Leonardo la miraba tiernamente. Nunca se había enamorado de nadie, y un simple flechazo había hecho que sintiera esa sensación.
La mujer ahora lo miraba con una chispa de ilusión.
- Ten, es mi dirección, escríbeme cartas, es de la única manera de comunicarnos.-La muchacha sacó de la nada una tarjeta con unas frases.-Adiós, me tengo que ir.-y con un suave suspiro añadió- Rafael.
Leonardo se quedó atónito al recibir la tarjeta. Y justamente al pestañear; cuando iba a decirle que se llamaba Leonardo, se fue. Pero una aureola blanca con olor a violetas dejó allí, en la playa. ¿Por qué lo había llamado Rafael? Se preguntó. Pero no le daba tanta importancia como saber que en su corazón habitaba alguien, y ese alguien era la muchacha de ojos dorados.
Todavía estaba aturdido, pero después de quedarse tumbado en la arena observando fijamente a las estrellas y pensando en ELLA, recogió sus cosas y se marchó al motel.
Al llegar a su habitación y echarse en su cama, intentó dormir, pero encima de que la cama era incómoda todavía seguía obsesionado con esos ojos dorados.
-Si al menos supiera su nombre…-musitó en un hilo de voz.
Por suerte, el recuerdo de la mirada de la joven consiguió que Leonardo cayera en un sueño profundo.

En el sueño, Leonardo se encontraba sentado en un banco. En algún parque de algún lugar remoto. Estaba echándoles pan a las palomas cuando una de ellas comenzó a…transformarse. Leonardo mostraba una compostura calculadora, fría al ver que la paloma se convertía en una muchacha de pelo oscuro y ojos dorados.
-Rafael-suspiró ella. Y de pronto, Leonardo notó que no estaba en su cuerpo. Percibió que sus manos eran más largas y finas, al tocarse la cabeza, Leonardo descubrió que su cabellera abundante se había transformado en un pelo demasiado corto y lleno de tirabuzones. Se asustó, pues también atisbó que su carácter no era el que él solía tener. Era diferente. Era otro.
-Rafael-volvió a hablar la mujer, pero ahora con un tono de súplica.
De repente, Leonardo vio que su mano se movía sin que su cerebro lo ordenara.
Se dio cuenta de que él era un pensamiento en el cuerpo de un hombre, no podía moverse ni pensar como uno solo. Los dedos del cuerpo en el que Leonardo habitaba ansiaban tocar los de la chica, que también alzaba su mano hasta su encuentro; pero ni él se podía levantar del banco ni ella podía separar sus pies descalzos del suelo. Los dedos de ambos se intentaron tocar, cada uno con ojos desamparados, doloridos; pero ninguno llegó a alcanzar su propósito. El intento fallido hizo que las manos de ambos cayeran sin darle otra oportunidad. Leonardo apreció que el cuerpo en el que él se encontraba dirigía la vista hacia los de la muchacha, ésta tenía unos ojos sin esperanza, tristes y sin emoción. Y mientras se miraban los dos, con miradas perdidas entre los ojos de cada uno, la chica iba desapareciendo. El cuerpo de él hombre apoyó los codos en las rodillas y su cara la apoyó en las manos. Comenzó a sollozar.

Leonardo estaba comprendiendo desde el punto de vista del hombre- que por su deducción supo que se llamaba Rafael - que lo que observaba era la historia de amor de una pareja, que debido a las circunstancia, no pudieron amarse lo suficiente, y…algo le sucedió a ella.
Se despertó profiriendo un ruido de susto. Había tenido una pesadilla y se acordaba perfectamente de cada detalle del sueño. El aullido hizo que se sentara en la cama con los pies tocando el suelo, y se pasase la mano por su cabello ahora sudoroso. Suspiró y rápidamente se calzó y anduvo hasta el gran mirador. Al despejar las cortinas, Leonardo se cegó con la luz solar que atravesaba su somnolienta mirada. Al percibir ese rayo de luz rápidamente cerró las cortinas, dejando un matiz oscuro. Arrastró los pies hasta la cocina, donde calentó un poco de leche al baño maría. Se sirvió en una taza publicitaria y se sentó en un taburete frente la mesita que se situaba en medio de la cocina.
Mientras soplaba el ardiente líquido, pensaba en lo sucedido de aquella noche. Simplemente, el hecho de enamorarse a primera vista le había trastornado un poco. Nunca había tenido ese sentimiento. Era absurdo, se decía.
Pero, al pensar en esa boca pronunciada; en esos ojos dorados de cervatillo asustado que hacían que todo el mundo que los viera pensara que la tendría que proteger, hacían que el joven sintiera un algo en el estómago.
Había terminado de beber, y la taza publicitaria la dejó en el fregadero. Decidió explorar la zona y obtener información sobre esa mujer. Sea como sea, él tenía que saber quién era.