domingo, 4 de abril de 2010

CAPÍTULO VIII

Estela se encontraba embargada en la melancolía; pronto la iba a recoger su novio, y aunque no conociese de nada a Tomás y Leonardo la hubiese asustado, la pequeña niña había hecho que ya no se sintiera sola. Tampoco tenía ganas de la misma rutina…Pero…
“Puedo decirle a Esteban que me deje hasta mañana aquí para saber más sobre Rosalinda…”
Estela se disculpó un momento y rápidamente se levantó del banco para dirigirse a la fuente.
- ¡ESTELA! Qué alegría que me llames. ¿Cuándo quieres que te recoja? ¿Te han hecho algo esos dos?...
- Es, Es, tranquilo cariño. Todo va bien, no pasa nada. Sólo te llamaba para decirte que quiero quedarme un poco más aquí, con ellos. Parece que saben más de lo que creía sobre Rosalinda...- Intentó utilizar la voz seductora que siempre empleaba para que Esteban la dejara en paz.
- Bueno… Te recojo esta tarde a las nueve, ¿de acuerdo?
-¿Pero a qué tanta prisa? – Estela empezaba a preocuparse por el tono de voz de Esteban.
- Mi padre está ingresado en el hospital, me necesita; soy la única familia que tiene. Tenemos que marcharnos pronto.
Al oír aquello, la cara de Estela era como un trozo de estalactita congelada.
- ¡Cuánto lo siento! Si es así, recógeme ahora, tengo que estar contigo en estas circunstancias. No quiero que lo pases mal en estos momentos.
Unas gotas de agua salada recorrían los pómulos de la cantante. Para ella el padre de Esteban era como su propio padre. Fue él quien le compró una nueva guitarra y fue él quien le dio un dormitorio cuando estaba enferma.
- ¿Dónde estás?
- En… Estoy en la fuente de la pequeña plazoleta.
-De acuerdo… En veinte minutos estoy allí, ve a recoger tus cosas y allí te esperaré. Te quiero.
Antes de Estela responderle, Esteban colgó.
La chiquilla volvió sobre sus pasos para caer sobre el banco al lado de Tomás. Ahogó un suave suspiro en la garganta y cerró los ojos.
- Algo malo te está pasando… - Inquirió Tomás.
- Algo malo me está pasando…Sí… Pero si no es molestia, prefiero no hablar sobre eso. Dentro de veinte minutos me vienen a recoger y gracias a Dios que ayer me acosté vestida, porque si no, tendría que volver a tu casa. Y con lo que acabo de presenciar, no es bueno encontrarme con ese tipo.
Los dos se miraron y Estela sintió angustia en los ojos de Tomás.
- Bueno, si así lo deseas, vete. Pero al menos dame algo para que podamos comunicarnos…
- ¿Algo así como mi número de teléfono? – Estela indicó burlona su móvil y a Tomás se le iluminó la cara.
- Sí, por favor.
La cantante sacó de su bandolera un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Arrancó una hoja de éste y con el bolígrafo apuntó el número. Posteriormente, se lo entregó a Tomás.
- Ahí está. Bueno, será mejor que te vayas pronto o hagas como si no me conocieses. Pronto vendrá mi novio y no quiero que nos vea juntos. Es muy celoso.
El adolescente se despidió dándole un beso en la mejilla de Estela y luego se fue corriendo hasta Dios sabe dónde. La muchacha contempló al joven correr y sonrió.

- Sé lo que es… Sé lo que es… - repetía Leonardo para sí. – Pero ¡Es de locos! ¡Como una niña puede ser un ángel! Es una cosa tremendamente ridícula…
Mientras se contradecía daba vueltas por la habitación. Sofía lo contemplaba risueña. Le hacía gracia que después de haberle contado porqué estaba allí, todavía no se lo creyera.
- ¡VAMOS A VER! ¿Cómo puedes haber vivido dos siglos? ¿Y por qué te has reencarnado en una niña de cinco años?
- Ya te lo he dicho, Leo, si me ves con forma de ángel, apreciarás algo sobrenatural. Mi verdadera apariencia es de un ser joven, pero a la vez extraordinaria. Desde que nací me encomendaron una misión; y esa misión era encontrarte. ¿Por qué? No lo sé. ¿Cómo? Ya lo he descubierto. Te he encontrado… Pero lo malo es que me tendré que ir pronto… A lo mejor dentro de un mes…
El pequeño ángel se levantó y fue corriendo a Leonardo. Él, a pesar de estar todavía conmovido la acogió entre sus brazos y la meció.
- ¿Por qué te tienes que ir?
- Porque mi misión aquí ha terminado… Te he encontrado y has descubierto mi apariencia. La verdad es que me gustaría haberme quedado un tiempo más aquí… Cinco años han sido poco... Pero bueno, las cosas son así… En un mes me iré a los cielos donde allí seré un verdadero ángel, pero quiero aprovechar estos últimos treinta días para pasarlos junto a ti. Te he cogido cariño y tu aura es demasiado perfecta para ser de un humano, es una cosa que me atrae de ti.
Las lágrimas cegaban la vista a Leonardo. Sofía era un pequeño pedacito de su corazón. Le había cogido muchísimo cariño en los dos días que había convivido con ella. Era tan hermosa y pequeña. Era tan graciosa y alegre…
- No llores Leo – suplicaba Sofía – serán los treinta mejores días de nuestra vida.
- Al menos… ¿Cuál es tu verdadero nombre?
La preciosa sonrisa de la niña aumentó más y más. Ahora se notaban todos sus perfectos dientes. Alzó su cuerpecito al oído de Leonardo y le susurró:
- Mi verdadero nombre es Nime.
Nime, Nime, Nime>> Repetía su pequeña vocecita en el interior de Leonardo.
- Es un nombre precioso… ¿Qué significa?
- Seguidora de sueños. Mis padres me pusieron ese nombre porque al nacer mis ojos le expresaron todo cuanto ellos querían.
- ¿Y lo he descubierto yo? Sólo he visto el mar en tus ojos… Es algo que todo el mundo lo ve.
- Sí, pero tú no has visto mis ojos de ángel. Sólo los de un humano. – Dijo su voz de ángel.
Hacía más de una hora y media Leonardo había descubierto que existía la magia. Hacía una hora había comprendido lo que la pequeña niña había intentado demostrarle que era. Hacía media hora había sido succionado por el terror y el dolor de ese mundo tan extraño. Sólo le faltaba una cosa…
- ¿Entonces la muchacha dorada también es un ángel?
La niña negó.
- ¿Qué es, pues? – la conversación que estaba manteniendo le atraía cada vez más.
- Es una sirena. Una sirena que nunca ha podido escapar de la tierra y que cuando se enamoró pudo escapar. ¿Por qué crees que sólo la encuentran en la costa? ¿Y por qué cautiva a los marineros? Es por su canto de sirena.
Leonardo se quedó asombrado y la niña agregó riéndose.
- Hasta un tonto lo sabría.
- Pero… Me habían dicho que era un fantasma… Los vagabundos del pueblo… - Dejó a la niña en el suelo y se echó estrepitosamente en la cama.
La pequeña niña comenzó a moverse por la habitación. Sus movimientos de adulto le daban toques cómicos a su cuerpo tan juvenil. Se pasó una mano por el mentón y luego, riéndose de nuevo, habló:
- Pero qué iluso. ¿No sabes que hay por aquí algunos magos? ¿Y tampoco sabes que los magos son unos mentirosos? ¡Cuánto te queda por aprender, amigo mío!
La pequeña niña había empezado a mostrarse más como ella misma. Un tanto delicada, pero fuerte en carácter. Algo que sin duda le gustaba a Leonardo.
De nuevo, el humano se quedó callado, y comenzó a pensar en esa sirena que lo había cautivado.
Su curiosidad era plena respecto a esa sirena. Necesitaba averiguar su pasado, necesitaba saber más sobre ese desconocido del que ella se había enamorado…
¿Quién era Rafael?
¿Por qué se había enamorado de él?
Quería respuestas y a la vez necesitaba verla de nuevo. Necesitaba besarla como la última vez...
Se acordó de algo.
- ¿Leo, qué te pasa? – Nime veía que Leonardo buscaba una cosa en su ropa. - ¿Qué buscas?
Pero él hacía caso omiso de ella.
- ¿LEO?
“Y sigue en su mundo. ¿Este hombre siempre será así?”
- ¡¡LEO!!
Por fin dejó de buscar y miró a la pequeña con unos ojos abiertos de par en par.
- ¿Puedo ayudarte? – preguntó el ángel con una voz tan encantadora como las amapolas en primavera.
- Estoy buscando el papel que me dejó Rosalinda. La única vez que nos vimos me dejó su dirección. Ayúdame a encontrarla.
Nime suspiró.
- ¿Todavía sigues con esa sirena? ¡Pero si no te ama! ¿No ves que su alma está entregada a ese sevillano? – Se cruzó de brazos y frunció las cejas.
- ¿Quieres vivir tus últimos días aquí aburrida o prefieres tener una aventura en una maravillosa ciudad descubriendo un secreto que nunca ha sido revelado? – Dejó de mirar a la niña y volvió a buscar ese papel hasta que… - ¡LO ENCONTRÉ!
Rápidamente tiró todas las cosas que estaban encima de la mesa y depositó ahí el papel. Se sentó y rápidamente abrió la hojita.
- “Calle Segovia número treinta y nueve. Sevilla.” ¡PERFECTO! Algo sé. Y dime So… digo, Nime. ¿Quieres vivir una aventura?
Miró al ángel, pero Nime estaba… ausente.
Ella nunca se había dado cuenta cuando alguien le importaba o no. Y lo peor de todo, nunca se había dado cuenta que a pesar de treinta días, no haría nada. Simplemente se comportaría como una niña de cinco años al lado de su hermano Tomás y no podría descubrir nada; no viviría mundo alguno. Necesitaba salir de allí. Era un pobre pajarillo el cuál le han cortado las alas y se encuentra ahora en una jaula maloliente.
Quería la libertad. Quería volar. No quería convertirse en un simple ángel que viviría su eternidad en los cielos, aburrido y sin alas…
Nime sonrió y pronunció:
- Iré contigo con o sin alas.

Tomás iba en dirección al motel. Iba a paso ligero y un presagio le vino a la mente. Tenía miedo por Sofía, pero también por él. Leonardo se había convertido en un monstruo y él se había largado sin su pequeña hermana.
- Soy un fracaso. – Susurró.
Llegó al motel y antes de entrar a la habitación, escuchó la voz de Leonardo. Posó su oído en la puerta y pudo escuchar mejor la conversación:
- ¿Cómo vamos a decírselo a Tomás? – era la voz de Leonardo que parecía muy agitada.
- Mmmm… Tenemos que hacer algo y rápido. No quiero que se dé cuenta de lo que soy. – Ahora era la voz de Sofía la que hablaba…Pero parecía tan diferente…
- Tienes que venir conmigo sea como sea, Nime. Quiero que vivamos los últimos días que estés aquí felices. Eres lo más parecido a una amiga que he tenido.
Antes el miedo recorría sus venas, ahora la ira era lo que provocaba a Tomás.
Empujó fuertemente la puerta y se echó encima de Leonardo.
- ¡Cabrón! ¡Es una niña, secuestrador de mierda! No le toques ni un pelo ¿Vale? ¡NI UNO! – Gritaba furioso. No quería que su pequeña hermana fuera secuestrada por el que había tomado como amigo.
Comenzó a pegarle, y a pegarle y a pegarle. Pero Leonardo no oponía resistencia.
- No…No es lo que tú piensas… Tomás… - Intentaba decir Leonardo.
- ¿¡ENTONCES QUÉ QUIERE DECIR “TIENES QUE VENIR CONMIGO SEA COMO SEA”!? ¡JODER, TIENE CINCO AÑOS!
Tomás seguía pegando a Leonardo. Le había dejado el ojo morado y su boca estaba cubierta por una capa de sangre. Tomás seguía pegándole pero algo pasó para que sintiera lástima por Leo. Él lo había mirado. Leonardo había mostrado en sus ojos que era inocente de cualquier culpa. Tomás dejó de pegarle y llamó a Sofía para luego cogerla de la mano y dejando a Leonardo solo y fatigado. Medio muerto y en el suelo.
Leonardo presenció un sueño que duraría mucho tiempo. Le invadieron esos ojos dorados con los que él tanto tiempo había soñado.

Despertó en una sala blanca. Lo primero que vio al abrir los ojos fue el techo, blanco.
Notó que la cama era mullida y se intentó levantar pero una fuerza mayor que la de él impedía que se levantara.
- Está muy mal para levantarse, Leonardo. – Decía una voz femenina.
La mano de esa mujer estaba posada en el pecho de Leonardo e impedía que se moviera.
Leonardo, cansado de sus inútiles esfuerzos cayó otra vez en la cama y en su brazo derecho encontró un tubito inyectado en éste que daba lugar a una bolsita de suero colgada de una especie de percha de metal. Cerró los ojos de nuevo.
- ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? – preguntaba aún dolorido.
- Estás en el hospital. Estaba en mi habitación cuando oí ruidos que venían de su habitación. Encontré la puerta abierta y la curiosidad cegó al miedo. Abrí la puerta y le encontré malherido en el suelo. Llamé corriendo a una ambulancia. Ha estado en coma casi seis días. – Leonardo escuchaba con atención a la mujer. Su voz era melodiosa y dulce; tan dulce como una manzana cubierta de caramelo.
Todavía no había podido descubrir el rostro de su salvadora, pero a pesar de desconocerla, se atrevió a preguntar:
- ¿Ha estado usted conmigo estos seis días?
- Sí.
-Gracias, pero no debería de haberlo hecho, tendría que haber pasado unos agradables días en vez de estar aquí, cuidando a un desconocido. A parte, seguramente vendrá acompañada y su acompañante querrá estar con usted.
- Vengo sola, y al verlo tan mal en la habitación he comprendido que necesitaría de mi ayuda. Me da igual que sea un absoluto desconocido, mientras que mi ayuda sea útil para los demás estaré feliz. No tiene que preocuparse por mí. – Su voz era la más melodiosa que había escuchado Leonardo en toda su vida. Era una voz perfecta.
Decidió abrir los ojos y descubrir quién era su salvadora.
Y se encontró con unos grandes, no, grandísimos ojos color chocolate. Finas tiras negras adornaban su iris y unas grandes pupilas lo contemplaban. Esos ojos estaban seguidos de una nariz no muy atractiva pero sí perfecta en torno a su rostro. Sus labios, gruesos y color carmesí sonreían. Era morena, muy morena. Y preciosa. Sus cabellos negros estaban recogidos con un moño estilo japonés. No era enteramente hermosa, pero sí bonita.
A ojos de Leonardo no habían pasado más de treinta milésimas…

- ¿Le he asustado? – preguntó dejando de sonreír.
- No, no es eso. Es que tiene los ojos demasiado grandes.
La muchacha comenzó a reír y se levantó, Leonardo vio una silueta delgada y cubierta por unos pantalones negros y una camiseta también negra.
- Voy a comunicarle al doctor que se ha levantado. Me dijo que si se levantaba que le avisase para darle de alta.
Abrió una pequeña puerta y con mucha gracia salió de allí dejando un olor extremadamente tropical.
Leonardo intentó levantarse. Todavía le costaba un poco respirar, pero podía moverse. Se incorporó lentamente y dejó su espalda recostada contra la pared. Pensó en la muchacha morena. No le había gustado que se hubiese ocupado de él. Él era una persona independiente y no necesitaba ninguna ayuda de nadie. Pero quería agradecerle que la hubiera salvado y que fuera muy valiente.
Tras pasar cinco o diez minutos, la muchacha vino tras el que parecía ser el doctor.
Leonardo se dio cuenta de que era bajita, pero se movía con mucha gracia y con una sonrisa en sus gruesos labios.
- Mmmm… A ver qué tenemos aquí. – El doctor se sentó en la cama y tomó pulso a Leonardo, luego le miró la lengua y los oídos. Al terminar de inspeccionar, el doctor le dijo a la muchacha y no a Leonardo que cuando terminara de arreglar unos papeles le daría el alta.
- Gracias. – Pronunció la joven.
El doctor se marchó y dejó cerrada la puerta. La joven miró por un momento a Leonardo, sonriente. Y luego se dirigió dando saltitos a la ventana.
- ¿Qué le ha dicho para que la deje estar aquí, conmigo?
- Que era su amiga. Antes de llamar a la policía decidí mirar su cartera para descubrir su nombre, Leonardo. – Explicó con su dulce voz.
- Genial… Espero que al menos no me haya robado.
- Tranquilo, eso no lo he hecho. ¿Ha visto la preciosa mañana que hace hoy? Perfecta para pasear por el parque, ¿no le parece?
- No la puedo ver…
Al recordar otra vez a la pequeña Nime, la pólvora de su corazón se aferró más a él. Sintió una aguda punzada dentro de su ser. No podía seguir con ese sentimiento. Necesitaba irse ya de esa ciudad… Ya…
- Gracias por su ayuda, pero al darme de alta no nos volveremos a ver. – Manifestó Leonardo con un poco de pena.
- ¿Por qué? No puede ir así solo. Si las malas personas lo ven así, será mejor que corra porque querrán robarle. No permitiré que le pase eso, yo lo acompañaré. Total, para la necesidad que tengo yo de estar aquí…
A Leonardo le irritaba la compasión, no podía con eso. Pero la muchacha hacía que se sintiera alegre… Era como una burbuja que hacía que todo cuanto esté junto a ella fuese alegre.
Pasaron un larguísimo tiempo sin hablar, tanto tiempo fue que llegó la noche y se durmieron y por la mañana vinieron las enfermeras para quitarle el suero y el médico para darle de alta. Leonardo podía caminar, pero con ayuda de unas muletas, parecía ser que Tomás le había pegado unas cuantas patadas en sus ahora inútiles piernas.
Por fin salieron del hospital, Leonardo se sentó en un banco y respiró aire. ¡Hacía tanto tiempo que no lo presenciaba!
- Bueno… Pues… ¿Qué prefiere: comer en un restaurante o comprar comida rápida y comérnosla en algún parque?
La joven estaba apoyada en la farola mirando a Leonardo; éste se encontraba en un entorno que nunca antes había visto.
- ¿Dónde estamos? ¿Y mis cosas? – Se acordó del “corazón” de su inofensiva madre y sintió un escalofrío.
- Estamos en Sevilla. Sus cosas están a salvo. – Dijo la dulce voz de la muchacha.
- ¡¿CÓMO QUE ESTAMOS EN SEVILLA?! ¿¡No se da cuenta que no es bueno estar en un sitio desconocido!?
Leonardo no se creía la seguridad de esa mujer.
- Se encuentra con un desconocido medio muerto, lo lleva a un hospital de Sevilla, y digo yo: ¿Por qué no a uno de Cádiz? ¡Encima, estamos en un sitio desconocido y está tan campante! No sé si es mejor que me hubiese quedado medio muerto o haberla conocido.
La muchacha se dirigió al banco y se sentó al lado de Leonardo. Lo miró con esos grandes ojos marrones y sonriendo. Su flequillo degradado impedía ver su frente y no parecía llevar ningún sarcillo.
Esa mirada provocaba que Leonardo se desorbitara, ya no sabía si tenía razón o no.
La joven mujer pronunció muy dulcemente:
- Leonardo, Sevilla es mi ciudad, y le traje a el hospital Santa Diana porque al llegar al más cercano de donde nos situábamos antes, no podían ayudarle, el hospital a dónde fuimos estaba lleno de personas mal paradas. Lo más cercano a ese hospital era Sevilla, así que llamé a una ambulancia de este hospital. Mientras hacían el trayecto, yo recogía todas sus cosas. Se quedará en mi apartamento hasta que se encuentre mejor.
Leonardo asintió embobado con la hermosa mirada de la muchacha. Ésta dejó de mirarle y se levantó ayudando a Leonardo a levantarse también.
- Y bien… ¿Ha elegido algún sitio para quedarnos a comer? Parque o restaurante.
- Restaurante… Prefiero estar rodeado de personas civilizadas ya que usted es un poco…
- ¿Rara? Sí, ya me lo habían dicho antes. – Y le guiñó un ojo a Leonardo.
Anduvieron por unas calles muy soleadas, la salvadora de Leonardo andaba danzando y Leonardo intentaba andar lo más ágil posible, pero todavía tenía un poco de dolor en la rodilla derecha.
El hombre pudo presenciar todo un mar de preciosidades en esa ciudad. Estaban en el casco antiguo y el asfalto estaba lleno de piedras pegadas unas junto a otras. Veía carruajes de caballo donde dentro estaban extranjeros abanicándose. Los niños corrían por la acera y algunos perros vagabundos estaban dormidos. Allí olía todo a naranjo. Todos los árboles eran naranjos.
- ¿Es esa la giralda?
La muchacha asintió.
- ¿A que es bonita?
- Es hermosa… Al igual que la catedral, claro está.
Anduvieron un poco más y pronto se encontraron con un pequeño restaurante. Parecía cutre, pero se respiraba un olor agradable a comida.
- El suero no se compara en nada con esto. – Dijo Leonardo divertido.
La muchacha rió.
- Pues no. ¡Mira! Ahí hay un sitio. ¡Siéntate corre! Antes que nos quiten el sitio.
Los dos se sentaron al lado de un gran ventanal que daba una bella vista; una fuente resplandeciente y grande, el agua caía a borbotones ágilmente.
El muchacho se dio cuenta que desconocía el nombre de la bella chiquilla. Bueno, más bien… No sabía nada de ella. A pesar de la alegría que emanaba de ella, era un tanto misteriosa. Pero su ignorancia le daba igual. No necesitaba un nombre para la chiquilla, tampoco quería saber algo de ella. Ella ya vería oportuno revelárselo. Tampoco quería tutearle, así que prefería hablarle de usted.
- ¿Y cómo que voy a quedarme a dormir en su casa?
- ¡Mire la carta! Hay unos platos verdaderamente deliciosos aquí. – Hizo una señal para captar la atención del camarero. Un joven adolescente se dirigió a la mesa, parecía estar bastante nervioso. Leonardo se acordó de Tomás al ver que ese muchacho no podía apartar la vista de la dulce muchacha. – Quiero un refresco de limón y creo que pediré salmón ahumado.
- ¿Y… qué desea el…caballero?
- Creo que pediré lo mismo que la señorita.
- De acuerdo. – Logró decir esa frase sin ningún tipo de obstáculo.
El chaval se retiró asombrado por la sonrisa tan encantadora de la acompañante de Leonardo.
- Y bueno… Mientras esperamos a ese delicioso salmón, ¿qué tal si jugamos a un juego?
- No me ha respondido a mi pregunta.
- Perdone mi falta de atención… ¿Podría repetírmela? – Miraba a Leonardo con ojos apasionados, como si fuese un águila que acababa de encontrar a su presa.
Leonardo estaba impresionado con esa mirada. Era tan bonita…
- Mi pregunta es cómo vamos a dormir. Si le es posible contestármela. – Intentó mostrar una voz seductora, algo que no se le daba nada mal. Parecía un hombre que aparentaba mucha más edad, como unos treinta. Era todo cuanto las muchachas podían desear, solo tenía un defecto: la soledad.
- Pues, respondiendo a su pregunta, me parecería bien dejarle dormir en mi cama. Está bastante herido como para dejarlo en el sofá. Yo me quedaré allí si no le importa. – La gracia que tenía la mujer contando todo era inmensa, parecía que sus manos hablaban ya que siempre las gesticulaba.
- Ni hablar, no dejaré que duerma en un sofá y yo en su cama. Me parece irrespetuoso, algo que no estoy acostumbrado a hacer.
- Si se detiene a pensar es mejor para su salud. Yo estoy en buena forma, además son dos o tres días los que usted va a tener que estar en mi cama. Luego podrá quedarse a dormir en el sofá si así lo desea. – La persuasión era un afecto que tenía, era algo que la muchacha dominaba a la perfección.
- Si así lo desea…
Comieron en silencio de nuevo. Parecía que aunque la muchacha se mostrase charlatana, respetaba la quietud. A Leonardo le gustaba que no le hubiese preguntado nada sobre su pasado, no era una chica cotilla.
Terminaron de comer y pagaron la cuenta. Pasearon por la calle Sierpe y entraron en una gran librería.
La librería era inmensa. Había dos plantas enteras de libros para adultos, y la última estaba repleta de libros juveniles e infantiles. Leonardo distinguió muchas estanterías y carteles donde ponía “Novedad” o “Mitad de precio”. Sin lugar a dudas ese era el sitio de la joven acompañante de Leonardo. Al entrar los ojos se le iluminaron como las linternas en una cueva. Ella comenzó a recorrer la estancia con los ojos abiertos. Le gustaba estar entre libros, algo que Leonardo apreciaba.
- ¿Te gusta leer? – inquirió la muchacha cuando por fin se paró en una estantería y él la había seguido.
- No me desagrada siempre y cuando sea novela negra.
- Mmmm… Así que te gusta la novela negra… ¿Sherlock Holmes quizá? – La chica paseaba su pequeña figura por cada uno de los libros, encontró uno que le llamaba la atención; lo cogió y rápidamente leyó la sinopsis como si tratara con indiferencia a Leonardo.
- Muy visto. Ahora estoy interesado en las novelas suizas, están bastante bien. Sólo que siempre tratan de los mismos casos: violaciones, prostituciones o todo tipo de hecho sexual ilegal. – Leonardo estaba bastante interesado en la conversación que mantenía con su acompañante, no eran el tipo de conversaciones que siempre tenía con todo el mundo. - ¿Qué tipo le va a usted?
- Ahora estoy interesada en la fantasía juvenil. Me hace recordar cuando era niña. También estoy interesada en los clásicos como “Frankestein” o alguna de mi amado Shakespeare. Soy de clásicos, no de novedades.
Los dos rieron al unísono.
- Entonces le gusta leer… - la chica asintió. – Y eso me da a entender que escribe ¿cierto?
- Poemas, sólo poemas. No soy muy imaginativa como para inventarme una novela entera. – Dejó el libro en la estantería y vuelta a la búsqueda de otro que le llamase la atención, se topó con el alto cuerpo de Leonardo. – Vaya, tengo que mirar mejor por dónde voy.
Leonardo se apartó y sonrió al ver a la chica en su mundo. Desperdigada ante tanta multitud de libros. No sabía nada de ella, pero le gustaba su forma de pensar y actuar; indiferente y alegre.
- ¡POR FIN LO ENCONTRÉ! – Gritó entusiasmada a Leonardo. Éste, con una sonrisa pronunciada, llegó hasta ella para ver el libro que había elegido.
- “El vestido de plumas”. Nunca lo he escuchado…
-¡Claro que no lo ha escuchado! ¿Sabe cuándo se hizo este libro? ¡Hace cincuenta años! Si busca por internet seguramente no encontrarás ninguna reseña de él.
- ¿De qué va?
- De la historia de amor entre una japonesa y un francés después de una guerra. Parece interesante. Bueno… ¿Nos vamos?
Leonardo asintió. La pequeña joven pagó muy ilusionada el libro y paseó como un niño pequeño al que le habían comprado una piruleta: bailando.
- ¿Qué quieres que hagamos? – preguntó la chica.
- Son las ocho de la tarde, será mejor que lleguemos a su casa. Habrá que cenar.
- ¡De acuerdo! ¡Rumbo a casa, mi capitán! – Y como una niña pequeña, comenzó a correr con una mano a delante.
Leonardo pensó que estaba loca, pero a la vez le gustaba esa alegría. No es que se sintiera como un padre porque sabía que ella era madura, pero le gustaba ese toque de descaro.
Sonrió mientras la joven hacía el tonto y al ésta cansarse, se echaron unas risas.
Llegaron a un edificio muy viejo y destartalado. Pintadas recorrían los muros de éste y las viejas asomadas por los balcones hablaban a gritos con sus vecinas.
- Hemos llegado… - Añadió con un suspiro. – Bienvenido a mi hogar…
Entraron en el recinto. El pasillo olía a pis de gato. Era bastante asqueroso.
Leonardo distinguió que un hombre bastante fornido intentaba sacar a la fuerza a una mujer embarazada. La cogía de los pelos y la pobre estaba quejándose a gritos.
El chaval no podía soportar esa escena. Rápidamente saltó por detrás de ese hombre. Le dio una patada en la espalda y luego le cortó la respiración con un puñetazo en la nuca, el hombre se desprendió inconsciente.
- ¿Está bien? – preguntó Leonardo a la pobre mujer.
Ésta asintió.
La poeta se apresuró para acoger a la mujer porque tarde o temprano iba a desmayarse.
Al suceder ese acto, la joven le dijo a Leonardo que la llevara a su casa porque ella iba a llamar a la policía.
- Sucede mucho por este barrio. – La chiquilla hablaba mientras intentaba coger a la embarazada. – Llama al ascensor, por favor.
Leonardo pulsó el botón y pronto la puerta de un antiguo ascensor se abrió.
- ¿Cómo es que vive en este lugar entonces?
Los tres entraron en el estrecho ascensor y la poeta apretó el número ocho.
- Porque era un piso muy barato. Se lo compré a un viejo loco que estaba ya a punto de morir y no me puedo permitir el lujo de vivir fuera del centro.
- ¿Por qué no vive con sus padres? – inquirió Leonardo.
- Pues porque no existen para mí. Así de claro.
Hubo un silencio mal deseado. Las puertas del ascensor chirriaron al abrirse y pudieron entrar en la casa de la chica.
El apartamento era perfecto. Una pared era solo ventana y aunque no tuviera mucha intimidad las vistas eran preciosas. Había muchas estanterías llenas de libros y Leonardo no encontraba ninguna…
La chica llevó a la embarazada a su dormitorio. Luego se aproximó al teléfono donde marcó el número de la policía. Habló un par de minutos con ellos.
- Vendrán en poco tiempo. Ah, si quiere tele váyase a algún bar. Yo no la veo, es gasto de electricidad. – Sentenció la mujer. – Ah, y por cierto. ¿Le gustan los perros?
- Mucho… - ¡Qué mujer! Pensaba Leonardo. Tenía carácter y además no veía la tele… ¿Dónde iba a poder enterarse de lo que sucedía en el mundo? Se dio cuenta cómo. Un pilar entero de periódicos se amontonaba al lado de una estantería. Parecía una obra de arte moderna.
- Pues le presento a mi singular perrito Quentin. ¡QUENTIN VEN!
De una habitación salió un gran pastor alemán. Era precioso pero…¡Qué nombre para un perro!
Quentin fue a saludar a su dueña para luego saludar de nuevo a lametazos a Leonardo.
- ¡Para, para! – gritaba sonriendo Leonardo.
- Es muy juguetón, de pequeño era hiperactivo. – La chiquilla se agachó para acariciar a Quentin cuando ya estuvo un poco más calmado. Sus ojos mostraron simpatía y tristeza a la vez. – Lo encontré en la carretera medio muerto. Parecía ser que le pegaron unos gamberros y lo dejaron tirado para que un coche terminase su trabajo. Nada más verlo se apoderó de mí e hizo que me lo llevara, cuidara y quedara hasta hoy.
- Entonces eres amante de los animales…
- Más o menos, sí. – Interpeló ésta.
Se sentaron en un sofá de colores marrones, anaranjados, rojos, verdes. Ambos tenían ganas de descansar y los dos quisieron mirar el gran mirador.
- Es una vista preciosa, se ve todo el centro… - Comenzó diciendo Leonardo. De pronto se acordó de la belleza de la muchacha dorada. No se había acordado de ella en todo ese día y todo gracias a su salvadora. Pero necesitaba buscar sobre la muchacha dorada… Necesitaba saber más sobre ella…
- Ah, por cierto… Me llamo Gala, Gala Duarte. – Se presentó por fin la chica.
- Gala… Su padre y su madre deberían de ser unos apasionados de la pintura… Ponerle el nombre de la esposa de Dalí a su hija debe ser un acto bastante prudente para dos pintores.
- Mi padre era pintor, pero desapareció al yo cumplir los dieciséis. Nunca he sabido nada de mi madre. - Declaró desilusionada Gala.
- Ni yo... Ni yo...
Y llegó la policía.

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